La realidad educativa es fuente de aprendizajes. En días recientes, hubo tres sucesos que me hicieron pensar en la función de la educación en un país como México, en la valoración de adquirir conocimiento, en el hecho de ostentar un título y sobre todo, en lo que uno puede ser y hacer con cierta preparación académica.
Primer acto, el 11 de enero el presidente dio a conocer cambios en su gabinete. Nombró a Javier May Rodríguez como director del Fondo Nacional de Fomento Turístico, el cual administra el proyecto del Tren Maya. Contrario a los otros nombramientos, el portal oficial de la Presidencia omitió datos académicos de May. Sólo enlistó su origen (Tabasco), puestos anteriores y resaltó que ha “participado”, desde hace más de 30 años, en el “movimiento por la transformación de México”. Varios tuiteros señalaron que este servidor público sólo tenía preparatoria e incluso, algunos se burlaron de su “baja” escolaridad. Ante ello, algunos seguidores de la llamada 4T replicaron acusando de discriminación.
Bajo la perspectiva presidencial, no importa tanto si hay o no capacidad probada del servidor público, sino que sea leal a su Proyecto. Si bien un determinado nivel de escolaridad no siempre respalda dicha capacidad, uno esperaría que al frente de una responsabilidad pública —por ser pública— esté personal calificado. Pero este gobierno ha sabido allegarse de simpatías al descalificar al especialista o intelectual que es contrario a su Proyecto y esto lo ha logrado —precisamente— con la ayuda de aquellos que suelen denostar a la gente con baja escolaridad u origen humilde. La “reacción populista” que Michael Sandel observó en Estados Unidos a raíz del triunfo de personajes como Donald Trump, tiene su explicación en la sobrevaloración de los títulos universitarios y la soberbia de quienes los ostentan. May Rodríguez debería entonces ser cuestionado por su desempeño y hechos en la esfera pública más que por sus credenciales académicas.
Segundo acto, luego de meses de retraso, el Conacyt por fin dio a conocer los resultados de ingreso y permanencia al Sistema Nacional de Investigadores (SNI). El origen del SNI se remonta a la “década perdida” de los ochenta donde el salario real de las y los académicos se deterioró y para compensarnos, surgió este esquema basado en el mérito. Hay diversas críticas al SNI, pero una que comparto es que ha distorsionado nuestra visión. En lugar de decir que pertenecemos al SNI, hemos llegado al grado de creer que “somos SNI”, como si el individuo, tal como lo ha hecho notar Manuel Gil Antón, adquiriese un nivel genético superior, cuando sólo se trata de un sistema de recompensa vital al que nos registramos dadas las malas condiciones del empleo universitario.
Tercer y último acto, cuando se designó a la maestra Delfina Gómez como secretaria de Educación Pública, no pocos se entusiasmaron porque era una mujer y docente la que estaría al frente de la política educativa del país. Entonces, también se resaltó su origen humilde. Ahora, gracias al Tribunal Electoral, se comprobó que Delfina Gómez retuvo, de manera irregular, parte del salario de la burocracia de Texcoco cuando ocupó la presidencia municipal (2013-2015). Esto es ilegal. Por estos hechos —no por su origen social ni grado de escolaridad—, la secretaria debería renunciar. En sus palabras, ya no tiene “calidad moral” para ocupar ese puesto y otros. Es una desgracia para ella, para el actual gobierno que se creía “moralmente” superior y para el magisterio de México. Pensar y actuar correctamente es una asignatura pendiente de nuestra educación.