¿Qué se puede hacer, en materia educativa, si la reforma de El Pacto por México fracasó por emplear a la evaluación como instrumento para regular las condiciones laborales del magisterio, y la propuesta de la actual administración se centró en deshacer tal vínculo, lo cual fue acertado, pero quedó presa de esa lógica pragmática y no propuso un horizonte alternativo?
La visión de corto plazo, en este tema, indica el lugar que ocupa la educación en las prioridades del gobierno: no fue, desde el inicio, un asunto central de la agenda que ha seguido: desactivar el conflicto constituyó su propósito central, y aunque era esperable un proyecto que acompañara los afanes de transformación radical en el país que su discurso enuncia, sólo ofreció, como rumbo, la idea general de una Nueva Escuela Mexicana (NEM) sin abrir y organizar cauces a la participación de las comunidades escolares (docentes, estudiantes y familias), ni a otros actores interesados y dispuestos a apoyar un propósito de tal naturaleza.
Hay ideas valiosas en lo que se esbozó como la NEM – construir una escuela con enfoque de género, por ejemplo – pero hasta donde nos es dado saber, poco más. Otras cuestiones son nomás retóricas, como usar el término excelencia para eludir la noción de calidad: menudo remedio ¿o remiendo? A estas características hay que añadir que se conservó, con ajustes nominales en la mayoría de los casos, la estructura de la reforma previa.
Vale aclarar que estos rasgos fueron establecidos, y criticados en su momento, mucho antes del arribo de la pandemia. Es decir, tienen que ver con la percepción del papel que juega la educación en el desarrollo del país por parte del actual grupo en el poder. La crisis sanitaria no generó la miopía: de esta concepción educativa, tan limitada en cuanto a reorganizar las condiciones para el aprendizaje, no se puede culpar al COVID. La antecedió.
La “más importante reforma estructural” del sexenio pasado, debido a sus fallas estructurales, y la primera que emprendió esta administración, por su cortedad de miras, dejan un saldo pendiente: revisar a fondo el proyecto educativo nacional, a través de condiciones y procesos participativos eficaces, en distintos niveles, de los agentes sociales involucrados – sobre todo escuchar la voz y experiencia del magisterio y el parecer de millones de aprendices.
Frente a esta realidad hay dos caminos: uno, el clásico: aguardar a la siguiente administración para ver si, entonces sí, atina a desarrollar procesos de cambio en las condiciones del sistema educativo. Otro, innovador, es ponernos de acuerdo y abrir espacios, durante lo que resta de la gestión actual (sin necesidad que nos lo permita o solicite) para compartir, dialogar y debatir en torno a las condiciones de posibilidad de una(s) reforma(s) educativa(s) de largo plazo.
La ventaja inicial sería la manera en que se construye: desde el ejercicio cotidiano en las escuelas; en la diversidad de contextos; incluyendo la gama amplia de modalidades y niveles en que ocurre (de la educación inicial hasta el posgrado) y sin pretensiones centralistas asfixiantes ni la dispersión exagerada que atomiza esfuerzos.
¿Esperaremos que el próximo Mastodonte Pedagógico diga por dónde hay que ir, o generamos propuestas creativas, factibles y estimulantes para que se logre más y mejor aprendizaje que amplíe la libertad crítica derivada del conocimiento? Ayer, hoy, y desde antier, hemos dejado al poder la iniciativa.
¿Y si decidimos tomarla? Valdría la pena.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de
El Colegio de México
mgil@colmex.mx
@ManuelGilAnton