Una de las pocas cosas que los investigadores y políticos compartimos es la necesidad —ineludible— de pensar y plantear un problema. Los primeros para poder contribuir a un campo de estudio y los segundos para diseñar políticas públicas que sean efectivas. Es decir, que den resultados para todas y todos.
Si el investigador no revisa estudios previamente realizados y los examina de manera crítica para identificar vacíos en la literatura respectiva, no podrá construir una obra original. Terminaremos repitiendo como pericos cosas que otros ya dijeron y por lo tanto, no hallaremos mucho eco en la comunidad científica. Del mismo modo, si un político por prisas no reflexiona, ni se asesora correctamente para conocer la historia y el desempeño —real— de las políticas públicas, terminará definiendo “problemas” que sólo existen en su imaginación. Esto, muy probablemente, dará pie a proponer programas y acciones erráticas que a diferencia del campo científico, pueden llegar a ser muy populares.
Desde la mitad de la década de los 60, la investigación educativa —independiente— empezó a mostrar que pese a la expansión de lugares de estudio, lo que aprendíamos en la escuela no era suficiente y aún más grave: la calidad de la educación estaba distribuida de manera inequitativa. Es decir, los más pobres tenían menos oportunidades de recibir una educación para “ampliar sus posibilidades de vida” (Sen). El problema de la baja calidad educativa y su inequitativa distribución empezó a delinearse más claramente gracias a un mayor número de estudios y luego, al respaldo que daban evaluaciones a escala nacional e internacional. Las tendencias de apertura en el mundo hicieron ver mal a un gobierno priísta que en 1995 quiso ocultar los resultados de una prueba internacional en Ciencias y Matemáticas (TIMSS).
Así llegó la democracia. En 2002, se funda el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) y a la par, los medios periodísticos ejercieron mayor libertad para interpretar los resultados de pruebas comparativas a escala internacional. En 2003, varios medios publicaron que México era un “país de reprobados”. Si bien no era el mejor encabezado, empezó una mayor presión sobre el gobierno para reconocer —públicamente— que México tenía un problema de mala calidad educativa e injusta distribución. ¿Cómo resolverlo? Interviniendo sobre varios factores: contexto socioeconómico del educando, currículum, capacidad docente, ambiente escolar, entre otros.
México supo entonces definir social y pluralmente un problema educativo que no ha desaparecido aunque ahora ya no se evalúe a escala general, hayan desaparecido al INEE, descafeínen el discurso, sustituyan términos, y veamos la Mañanera. Solamente la ficción popular se sobrepuso a lo real. Pronto veremos las consecuencias de no saber definir los problemas educativos.
Investigador de la Universidad Autónoma de Querétaro (FCPyS)