Salgamos de la trampa. La discusión pública acerca de los diversos problemas que tenemos en el país no será útil sin eludir la estructura común de los intercambios. Es polar: o todo es de un modo, o se trata de todo lo contrario. Alguien dijo: “en las crisis, no hay matices”. Sostengo lo contrario: es justo en las crisis donde es crucial debatir sin caer en generalizaciones absolutas, so pena de perder la oportunidad de establecer una comunicación fértil. Aunque resulte incómoda para ambos bandos, pues lo que esperan es una definición por A o por B sin más argumento que la adhesión a secas —¿con melón o con sandía?— el esfuerzo por evitar juicios sumarios es imprescindible.
Tan torpe es declarar que a todas las universidades les caracteriza estar controladas por mafias, como aseverar que son instituciones ajenas a las tensiones del poder y la conformación de grupos que acaparan recursos de forma inadecuada.
Afirmar que las relaciones y condiciones laborales se agotan en la existencia de un sector privilegiado, monolítico, y otro hundido en la precariedad, también sin diferenciación interna, es tan improcedente como la proposición opuesta que sostiene la ausencia de contradicciones en su régimen laboral.
Es igual de absurdo postular que la autonomía equivale, per se, a un simple valladar para operar de manera corrupta, que, por defender esta imprescindible condición constitucional, no sea válido reconocer la urgencia de revisar los procedimientos de transparencia en donde las decisiones reales son opacas, pese a que formalmente parezcan claras.
Señalar que no son democráticas y, por ende, solo hay autoritarismo a su interior, es una propuesta igual de equívoca que la que expresa la existencia de canales plenamente eficaces para la participación de todos los universitarios.
La situación en estos asuntos (y en otros) es, por un lado, más compleja en cada una, y además diversa entre ellas. Ninguna universidad o institución de educación superior cabe, para entender sus logros y fallas, en el esquema maniqueo, o blanco o negro, que está atropellando las consideraciones necesarias para fortalecer sus funciones, y reformar lo que sea preciso para hacer más relevante su papel en la nación.
Contamos con una amplia serie de investigaciones, realizadas durante décadas, sobre este nivel de estudios, sus actores y características organizacionales, en que el análisis crítico no ha estado ausente. Los movimientos estudiantiles y las organizaciones académicas y sindicales han procurado, no sin contradicciones, pero con innegables aciertos, enmendar entuertos y abrir espacios. Su estudio y atención conduciría a una condición para el diálogo que, sin dejar de ser intenso y fuerte como es propio de los debates en temas sociales, pueda abrir senderos de entendimiento, formas de resolución de contradicciones y estrategias para atender, con inteligencia, sus dilemas.
Como los matices que derivan de los análisis serios se escapan de la comodidad futbolera de ¿a quién le vas?, sostener que es necesario otro modo de discutir las cosas públicas para hallar mejores formas de resolver problemas reales, genera el rechazo de los dos extremos: ese es, quizá, el mejor indicio de su imperiosa necesidad si, de verdad, nos importa el país y su futuro.