Sylvie Didou Aupetit
Hace unos días, los medios de comunicación nacionales (Animal político y El Universal) o internacionales (El País) informaron que el código de ética del CONACYT pedía a sus empleados abstenerse de emitir públicamente críticas al organismo. Esa disposición generó un alud de inconformidades. Se denunció la censura. Se apeló al derecho de los ciudadanos, independientemente de su situación laboral, a manifestar libremente su opinión, conforme con las garantías constitucionales. Luego, surgieron los interrogantes. ¿A quiénes aplicaba la disposición? ¿Cuáles secuelas tendría en el debate público? Las discusiones siguen abiertas, debido a su transcendencia. Ante ellas, el CONACYT, en el comunicado 254, especificó que el código no concernía becarios ni investigadores.
Sea suficiente o no esa aclaración, la acritud de las disputas respecto de cómo interpretar ese asunto es ilustrativa de la desbocada polarización de posiciones en una coyuntura en la que se enciman incesantemente los motivos de tensiones entre instancias de gobierno y el sector académico. Comprueba que las discordancias en las valoraciones se transforman con suma rapidez en descalificaciones ad hominem. En nuestros ámbitos de competencia (el académico y el científico), supuestamente, imperan la razón o, por lo menos, el ideal de manejar controversias, con independencia de creencias pasionales. En el contexto actual, lograrlo aparece casi imposible.
Dicho eso y con ánimo de abonar a una reflexión sobre el papel social, profesional y político de los académicos, habida cuenta de una reciente pero desafortunada sucesión de acontecimientos, tales la acusación de delincuencia organizada contra 31 exfuncionarios e investigadores y el susodicho oficio del CONACYT, quisiera abordar otro asunto preocupante: la destitución del director del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), región Centro, por decisión de su jerarquía institucional. Esa adujo una “pérdida de confianza” al requerir su dimisión. En cuanto oí la expresión, me pregunté sobre su sentido. Remitía ¿A conductas reprobables en términos jurídicos (doble cobro salarial, incumplimiento de cláusulas contractuales, hostigamiento o cualquier comportamiento tipificado como impropio, por las regulaciones institucionales)? ¿A incumplimientos administrativos en el desempeño de funciones de gestión? O, como lo señalaron ciertos periodistas, ¿A una intolerancia ideológica contra cualquiera que no comparte el posicionamiento político dominante a escala institucional?
Lo ignoro, pero me llamó la atención el empleo del término como si su misma enunciación lo justificara per se. El referente de la confianza es elusivo. Oscila entre lo emocional y lo legal. Mencionar su desaparición no lo transforma en un argumento para rescindir un nombramiento ni legitima una situación, incómoda para la comunidad que la padeció y lesiva para quien es víctima de los procedimientos a los que da lugar. Parece, sin embargo, improbable que el involucrado haya incurrido en una conducta culposa, conforme con lo asentado por el código de ética respectivo, ya que la misma institución lo reincorporó a su posición como profesor investigador, separándolo sólo del cargo directivo.
No tengo pues conocimiento directo de los entresijos de ese cese. Tampoco lo tengo de los motivos por los que el director general de esa misma institución renunció a sus funciones anticipadamente, unas pocas semanas antes de esa remoción. Cada vez más, los medios de comunicación, oficiales o civiles proveen mucha información, siempre imprecisa. Todos padecemos esa situación, generalizada a escala mundial, cuando queremos entender lo que ocurre a nuestro alrededor y no sólo estar superficialmente “al tanto”.
El uso laxo de la noción de pérdida de confianza me orilla a pensar que, en un momento en el que urge revisar y dialogar sobre los derechos y las obligaciones de los científicos, sus condiciones de trabajo, su estabilidad laboral y su rol como “formadores” de gentes pensantes, a través de una mayéutica, se debería examinar esa noción junto con otras, sean sujetas a redefiniciones o indefinidas (¿qué son la lealtad institucional o un ambiente de trabajo sano?). A mi juicio, denunciar las retoricas vacías y las fallas de una organización afecta intereses, pero no es prueba de deslealtad. Es, por lo contrario, una estrategia para identificar problemas, romper pactos de silencio indebidos y resolver disfuncionamientos. Las malas prácticas enseñan tanto o más que las buenas, mientras se quiera (realmente) mejorar.
Ejercer el pensamiento crítico hacia el entorno, el conocimiento disciplinario acumulado y las prácticas sociopolíticas es parte del oficio científico. Como comunidad intelectual, no debemos trocar un principio de discernimiento sistematizado por uno de adhesión partidista a toda prueba, ni renunciar a ejercer el primero en tanto valor constitutivo de nuestro ethos profesional. Es un componente central de nuestra responsabilidad profesional y moral cuya defensa y preservación son ineludibles.