Juan Carlos Yáñez Velazco
Si todo lo hablado y escrito en estas semanas fuera síntoma de la importancia genuina de la educación para los gobiernos y autoridades educativas, podríamos estar relativamente tranquilos.
Los ejemplos abundan. La educación se volvió actividad esencial, por lo tanto, ya no está sujeta al merequetengue del semáforo epidemiológico. No importa las condiciones, lluvias, truenos o infecciones y muertes, las clases van porque van. No importan tampoco las condiciones de las escuelas, o de los maestros.
El gobierno, los gobernantes, como dicen una cosa, la cambian al día siguiente, y al otro, si es preciso. Las justificaciones siempre serán “la educación” o el “interés superior de las niñas y los niños”. La demagogia elevó sus bonos en estos tiempos pandémicos y es ilimitada.
Despejemos el humo. Esa parafernalia discursiva no sostiene con evidencias lo que pregona. Estamos lejos de lograr algún nivel de certidumbre en el regreso a clases.
La importancia declarativa flaquea en contraste con los presupuestos o la lucidez y seriedad de las ideas para conducir el regreso a clases, cuando estamos en el peor momento de la pandemia.
Pero abajo, en las escuelas, entre maestros y directores, familias y estudiantes, tenemos otros retos. Observo varios para que la vuelta a clases no se convierta en una pesadilla más o menos intangible, pero de efectos desastrosos. Expongo tres de manera brevísima.
Se insiste, con razones, en la valía de la formación socioemocional y los daños causados por la pandemia. Nadie puede dudar algunos de los síntomas. También se dice que esas áreas serán de las prioritarias en la vuelta a clases. ¿Están preparados los profesores? ¿Quién los ha entrenado para dar clases de sus materias en modelos “híbridos”, controlar las condiciones higiénicas, su propia salud mental, y para enseñar a los estudiantes a gobernar sus emociones?
Desde discursos facilones se dejaron caer al precipicio instrumentos fundamentales para la tarea educativa, como la memoria y la disciplina. A la primera no me dedicaré ahora, pero la segunda amerita una reflexión profunda en el trabajo pedagógico: ¿cómo serán los estudiantes en la vuelta a clases en aspectos disciplinares? ¿Cómo trabajarán los que estén en su casa y quienes asistan a las clases? ¿Cómo controlará el maestro la disciplina, es decir, el debido orden para el trabajo armónico en un espacio común donde tiene que haber reglas?
¿Qué rigor impondrán los profesores en sus procesos formativos? ¿Cuál para quienes están en clases, cuál para quiénes observen clases desde la pantalla, cómo para quienes se conecten a veces? ¿Cómo establecerlo en esto que ampulosamente llamaron “esquemas híbridos”? ¿Cómo fijar el rigor, cuando la orden burocrática es que todos deben pasar y hay que bajarle a la exigencia, así, sin criterios?
Rigor, disciplina y formación socioemocional son tres de los muchos desafíos que tenemos en las aulas y pantallas al volver a clases presenciales. Cómo los encaremos, esos y otros, comenzarán a definir la salida al túnel pedagógico en que nos introdujo el confinamiento pedagógico. Tres temas álgidos con más preguntas que respuestas.