Sylvie Didou Aupetit
Cinvestav
El Diario Oficial de la Federación (D.O.F) publicó, el 29 de diciembre de 1978, la Ley para la Coordinación de la Educación Superior. Este mismo órgano dio a conocer, el 20 de abril de 2021, una Ley General de Educación Superior (LGES), que abrogaba la anterior. Nada más habían transcurrido 43 años, entre uno y otro evento. Durante ese periodo, el sistema nacional de educación superior se había transformado profundamente en cuanto a su conformación segmentada, al tamaño de la matrícula, a los rasgos de la profesión académica, a los soportes de la enseñanza virtual o presencial y al suministro, territorial y por nivel, de los servicios de enseñanza.
Ante la multiplicación de los lugares de aprendizaje y la reconfiguración de los tiempos educativos, contar un nuevo instrumento regulatorio era de hecho indispensable para responder las reestructuraciones contextuales y las inducidas por las políticas públicas de educación superior, durante las pasadas 4 décadas. Era, además un paso esperado, conforme con el activismo legislativo del gobierno de Andrés Manuel López Obrador (auto-denominado Cuarta Transformación – 4T), que se había traducido previamente en la aprobación de una Ley General de Educación, el 30 de septiembre 2019.
Una lectura de la LGES, recientemente promulgada, revela su estrecha conexión con los posicionamientos de la 4T, en términos éticos y de equilibrios entre poderes. No sorprende el énfasis del texto en la inclusión, la no-discriminación y la interculturalidad. Esos valores están en sintonía con los desarrollos recientes de la educación superior, a escala continental, y con la moral pública que esgrime el gobierno. Pero la articulación de la LGES con un proyecto partidista no se agota en una dimensión « moral ». Justifica, sobre todo, un reforzamiento de las atribuciones del gobierno federal, en la supervisión del subsistema de educación particular y en la rectoría del público.
El subsistema particular agrupaba el 36.2% de la matricula inscrita en educación superior, en 2019-2020, antes de la pandemia de Covid-19 y el largo cierre de las instalaciones de educación superior. Representaba, en consecuencia, un actor colectivo importante en el sistema educativo nacional, aunque sus componentes fueran heterogéneos. La LGES propone regular su funcionamiento en forma estricta, mediante la aplicación obligatoria de un procedimiento anterior, el Registro de Validez Oficial de Estudios (RVOE), atribuido por la Secretaría de Educación Pública (SEP) y por otras instancias. Si bien ese afán expresa una preocupación por garantizar la calidad de los programas y de los servicios y estandarizarlos con base en criterios mínimos de desempeño, plantea cuestiones sobre las capacidades instaladas en los organismos habilitados a expedir el RVOE para llevar a cabo expeditamente esos procedimientos y a lo que ocurrirá a los establecimientos, si sus programas no lo consiguen.
En ese mismo tenor, habrá que monitorear cómo las instituciones particulares acogerán una propuesta nueva, la de reconocimiento a la gestión institucional y excelencia educativa para las instituciones particulares, contenida en el artículo 73. Supuestamente, ese dispositivo aligera los requisitos burocráticos hacia el sector para los establecimientos acreditados pero ¿será suficiente esa oferta conciliadora para que las instituciones particulares acepten, sin reparos, nuevas exigencias, por ejemplo las de obtener un aval externo para impartir las carreras de formación para el magisterio o de otorgar becas a sus estudiantes? Aunque varias ya manejaban sus propios programas de apoyos académicos (por desempeño sobresaliente) o económicos (asistenciales), en una coyuntura de tensiones con el gobierno y de supresión del financiamiento indirecto a ciertas funciones, habrá que verificar si esas disposiciones no envenenarán una relación de por sí degradada.
Es sin embargo en el sistema público donde se encienden los focos rojos. Como era previsible, la LGES formula la obligación del Estado de garantizar el ejercicio del derecho a la educación superior (artículo 1) en condiciones de acceso gratuito (artículo 4). Las consecuencias de esas decisiones habían sido previamente discutidas en filtraciones sucesivas de las versiones anteriores del documento. Muchos especialistas habían señalado reiteradamente que acarrearían problemas no sólo financieros, sino pedagógicos, cualitativos y de capacidades institucionales de atención a la diversidad y a los nuevos estudiantes. En cierta forma, afectarían la autonomía de las instituciones para aplicar criterios de ingreso, selectivos o abiertos y definir sus cupos. Contribuirían a disminuir los recursos propios de los establecimientos, esencialmente procedentes de cuotas, derechos de inscripción y venta de servicios.
Ante el revuelo provocado, la LGES indicó que esas medidas tendrán una implementación gradual, a partir del ciclo escolar 2022-2023. Señaló, como apoyo a las instituciones, la apertura de un Fondo Especial Federal, cuyo monto dependería de los recursos disponibles. Dada la magnitud de los retos generados y la espada de Damocles que significa la « ·austeridad republicana » para la educación superior, uno puede interrogarse sobre la suficiencia de una medida de esas características y la certidumbre financiera que brinda a establecimientos ya sumidos en una severa crisis presupuestal.
La LGES, indudablemente, está orientada a regular el sistema de educación superior, en su estado actual. Está destinada, asimismo, a apuntalar, en lo educativo, un proyecto político que reivindica el rol interventor del gobierno, en tanto arbitro y financiador de la res publica y, en particular, de los servicios de bienestar. No se sostiene por ende en un ejercicio de construcción de consensos, destinado a reconstruir pactos sociales extensos, sino que remite a una manifestación de poder.
En ese contexto, es probable que la implementación de la LGES no será tersa sino que avivará las discrepancias preexistentes entre sectores partidarios y opositores al gobierno, en la esfera educativa. Más allá de eso, la Ley pregona ambiciones de transformar la educación superior, alineadas sobre los objetivos de refundación ideológica y social del país, perseguidos por la administración federal. Pero, ¿obtendrá el sistema educativo los recursos y los medios indispensables para concretar esos propósitos?