Sylvie Didou Aupetit
Cinvestav
No hay peor pesadilla que el sueño cumplido…En esa máxima, se inspiró el viejo dibujo animado de Disney en el que los sobrinos del pato Donald piden que se repita ad infinitum su día de Navidad. Al cumplirse su deseo, pasan de la felicidad inicial ante el sueño alcanzado a la saturación. El hartazgo, a posteriori, adorna imaginariamente las rutinas de la vida cotidiana de antes, menospreciadas por aburridas, con innumerables virtudes y bondades.
A 12 meses de que México registró el primer caso oficial de Covid-19 y a 11 de que la Secretaria de Educación Pública (SEP) cerró las escuelas, docentes y alumnos hemos perdido el empuje con el que pretendíamos, en un principio, sobreponernos a circunstancias que siempre consideramos adversas pero que esperábamos de duración breve. No ocurrió así y compartimos ahora con el resto de la sociedad lasitud y desasosiego. Hoy, el retorno a la escuela es objeto de incontables pero desmesuradas expectativas, expresadas por los niños y los jóvenes, sus familiares, sus maestros y los especialistas en la salud mental de infantes y adolescentes. Ya no criticamos nada, solo añoramos lo que fue, amnésicos de las críticas de la que eran objetos, apenas un año atrás, las escuelas y los docentes.
En ese escenario, no sorprende el revuelo desencadenado por el reciente anuncio, hecho por la Asociación Nacional de Escuelas Particulares (ANFE-ANEP) que los colegios particulares reanudarían sus labores el 1ero de marzo 2021, en aras de preservar el bienestar psicológico de los alumnos y de garantizar su desempeño. El 23 de febrero, para frenar en seco ese movimiento, la SEP reiteró que las escuelas serían autorizadas a recibir alumnos sólo allí donde el semáforo epidemiológico este en luz verde.
Esa confrontación se presta a varias lecturas. La declaración de la ANFE-ANEP fue probablemente un ensayo para medir fuerzas con la titular de la dependencia, Mtra. Delfina Gómez, que acaba de tomar posesión como Secretaria de educación pública. Se trató quizás de un testeo para negociar eventualmente una salida a la crisis que azota la educación privada.
En efecto, debido al alargamiento del cierre de las instalaciones y a la crisis económica, un número, todavía indeterminado, de familias retiró sus hijos de las escuelas particulares. Muchos establecimientos están al borde del colapso, por falta de cuotas y, por ende, de recursos. No por eso, conviene interpretar la intentona de reapertura sólo como una estrategia para recuperar matricula o contrarrestar la caída de beneficios cobrados por unos cuantos inversores o accionistas. Si muchas escuelas particulares cesan sus actividades, su cierre provocará una ola de despidos, entre docentes, administradores y proveedores de servicios auxiliares. Para botón de muestra, recordemos que las instituciones privadas emplean casi 400000 personas en labores de enseñanza y concentran el 30.5% del total de plazas en 2019-2020. Su clausura definitiva presionará, además, un sistema público obligado a recibir los tránsfugas del privado en todos los niveles. No sabemos cuántos jóvenes están transitando de uno a otro sector pero la cantidad de matrícula inscrita en establecimientos particulares deja sospechar que los flujos podrían ser significativos, en ciertos niveles y lugares.
El episodio, más allá de su desenlace, fue ampliamente comentado en redes sociales, en mensajes que comprobaron que las expectativas sobre un pronto retorno a la escuela eran muchas. Pero esa aspiración, por compartida que sea, no debe opacar el hecho que las instalaciones educativas, al igual que cualquier lugar de congregación de personas, son susceptibles de volverse clusters de contagio. Tanto las ingratas experiencias de reapertura prematura, habidas en otros países, como la situación actual en México indican que escuelas y universidades son susceptibles de esparcir el Covid-19. En el país, en febrero, el número de contagios y decesos superó el registrado en julio, cuando la SEP decidió aplazar el regreso presencial, calendarizado para agosto. Cuidar la salud de todos sigue siendo una prioridad, en una circunstancia en el que el lento arranque del proceso de vacunación no contrarresta todavía una curva epidemiológica al alza.
En ese contexto, me parece atinada la decisión de mantener el cierre de los establecimientos, a pesar de las crecientes presiones colectivas en pro de una pronta reapertura y de la desesperanza que a muchos (nos) invade ante una crisis multifacética e duradera. A su vez, programar cuidadosamente dicha reapertura, como lo asumió la SEP, será una operación compleja y delicada.
No se agotará en un cálculo de los aforos escalonados, en una supervisión de las medidas sanitarias o en la incorporación de la profesión docente entre las prioritarias para la vacunación, condiciones importantes todas ellas pero insuficientes. Más allá del control de los daños a la salud, supondrá una remediación de los estragos causados por la pandemia en el aprendizaje, en el funcionamiento de las organizaciones escolares, en las condiciones de trabajo, en la equidad y en la atención a los jóvenes. En una profesión altamente feminizada, implicará responder al agobio emocional de las maestras y profesoras, obligadas a desempeñar simultáneamente roles de madres, cuidadoras, amas de casa y profesionistas, durante largos meses.
Regresar a la escuela es necesario. Lograrlo no será un proceso terso, no nos hagamos ilusiones, ni alberguemos la quimera de que acceder de nueva cuenta a las instalaciones equivaldrá a un pase asegurado hacia un futuro “normalizado”. Puede desviarse y traducirse en un caos cuyo descontrol agrave los sentimientos de desamparo, las percepciones de incompetencia y las tensiones preexistentes, en un contexto social y político explosivo.