Miguel Morales Elox
Si aprendiste a manejar siendo adulto, quizás aún recuerdes la incomodidad de tus primeros intentos. Tres meses después del inicio del confinamiento, mi hermano y yo decidimos aprender a manejar. Como no tenemos ningún familiar con paciencia de santo ni somos tan aventureros para “aprender haciendo”, decidimos tomar lecciones formales con una maestra. Durante dos semanas, recorrimos lentamente las calles de la periferia de nuestra ciudad, con la maestra al lado derecho del carro-escuela, pronta para corregir cualquier error nuestro que comprometiera la seguridad.
Aún recuerdo cuando manejamos en la capital durante una de las últimas clases. Antes había soñado varias veces que manejaba, y la experiencia de ese día fue tal como en esos sueños. La sensación de controlar un auto real, en medio de tráfico real, me hizo entender al inventor de la expresión “manejar tu vida”.
Una vez concluido el curso, esta sensación se volvió la razón para seguir practicando. Al no contar más con el apoyo de la maestra y su carro-escuela, el primer paso fue regresar a lo básico. Durante meses, batallé por controlar con suavidad el arranque y los cambios. Practicaba dos o tres días por semana, con la atención puesta plenamente en el volante y el camino. Un día, logré finalmente arrancar con suavidad y hacerme consciente del movimiento necesario para lograrlo. Fue tal la emoción, que salí a practicar los tres días siguientes sólo para volver a sentir esa sensación de suavidad, placer y satisfacción .
Aprender algo bien produce placer y satisfacción, y esto es mucho más que una feliz coincidencia. Los neurocientíficos están de acuerdo en que la capacidad de sentir emociones positivas es parte de nuestro legado evolutivo: cuando hacemos cosas buenas (por ejemplo, comer o encontrar una pareja sexual), los circuitos neurales nos recompensan con buenas emociones, imprimen nuestra memoria de largo plazo, y nos incitan a repetir la acción una y otra vez.
No podemos subestimar la importancia de estos circuitos—llamados dopamínicos por estar motivados por el neurotransmisor dopamina. La capacidad de sentir placer y satisfacción a lo largo del día es uno de los cimientos de la salud mental. De hecho, algunos neurocientíficos consideran las adicciones como un mero trastorno biológico del sistema dopamínico. (Otros le dan más importancia al ambiente, y atribuyen la adicción a la ausencia de conexiones humanas profundas en la vida del adicto.)
Mas, ¿qué tan antiguos son los circuitos dopamínicos? ¿Cuáles animales comparten con el humano la capacidad de sentir satisfacción al aprender? Resulta que la misma capacidad, promovida por los mismos circuitos, está presente en todos los animales con simetría bilateral, incluidos mamíferos, reptiles, peces e insectos. Para los biólogos, la explicación más sencilla de esta similitud es que el ancestro común de todos estos seres—el bichito que inauguró la simetría bilateral hace medio millón de millones de años—ya poseía los circuitos dopamínicos. Más aun, dependía de ellos para sobrevivir, como escribe Peter Sterling:
“Este gusano [el bilateral primigenio] encontró alimento, pareja, comodidad y satisfacción orientado por su cerebro que sin cesar daba preferencia a estas necesidades y aprendió cuándo y dónde se podían satisfacer cabalmente. Un circuito cerebral movía a buscar y cuando la necesidad sorpresivamente se colmaba, otro circuito lanzaba una señal que hacía pausa en la búsqueda.” [2]
Sterling argumenta también que los humanos necesitamos experimentar al menos unas cuantas sorpresas agradables al día para sentirnos satisfechos, y, en el largo plazo, para mantenernos sanos.
Aprender una nueva habilidad de adulto no es un camino adornado de sorpresas agradables—como comprobé en mi curso de manejo, donde pasé buena parte del tiempo estresado y otra parte frustrado por no lograr manejar como quería. Por eso, la mitad de aprender algo bien es juntar la fuerza de voluntad necesaria para practicar regularmente y perseverar aunque la práctica no rinda frutos inmediatos. La otra mitad es saborear las pequeñas victorias que ocurren cuando practicamos—los momentos en que se activan nuestros circuitos dopamínicos para decirnos: “eso estuvo bien hecho. Síguelo haciendo”.
A pesar de los grandes avances que han conseguido en sólo unas cuantas décadas, los neurocientíficos son los primeros en admitir que aún no tienen todas las respuestas. El Alzheimer, por ejemplo, el tipo más común de demencia en el mundo occidental, aún evade los intentos por encontrar una cura. El tratamiento que pueden ofrecer los médicos es el mismo que nos darían nuestros mayores: maneja tu estrés, haz ejercicio regularmente, come muchas frutas y verduras, duerme 8 horas por día. La investigación en neurociencias, que disfruta de millones de dólares al año, tiene al Alzheimer como una de sus áreas más activas.
Si algo es ilimitado es el ingenio humano, y no es irracional pensar que en el futuro se descubra una cura para el Alzheimer. Pero, mientras tanto, cabe maravillarnos por algunos de los descubrimientos más teóricos de las neurociencias, como el descubrimiento del papel que los circuitos dopamínicos juegan en el aprendizaje. Y cabe llenarnos de reverencia al pensar que estos circuitos son tan primigenios, tan fundamentales para sobrevivir, que provienen de un tiempo en el que aún no existían los insectos ni los peces, mucho menos los humanos, sino sólo el ancestro común de todos ellos. En ese tiempo inimaginablemente remoto, cuando la Tierra era inmensamente más inhóspita de lo que es ahora, surgió un pequeño gusanito que inaguró la simetría bilateral. Y nosotros, lejanos descendientes de este bicho primigenio, heredamos de él no sólo su simetría, sino también los circuitos dopamínicos que nos recompensan cuando por fin logramos sacar el clutch con suavidad.
Referencia
Sterling, P. Algunos principios del diseño humano que nos ayudan para avanzar en la Gran Transición. Disponible en https://redesdetutoria.com/algunos-principios-del-diseno-humano-que-nos-ayudan-para-avanzar-en-la-gran-transicion/