Miguel Ángel Rodríguez
El 21 de diciembre, durante la conferencia mañanera, Andrés Manuel López Obrador designó públicamente a la profesora Delfina Gómez Álvarez como la próxima secretaria de educación pública de México. Enfatizó el hecho de que por primera vez una profesora de primaria, una mujer con experiencia docente en ese nivel educativo, con licenciatura en educación básica por la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), ocupará el ministerio responsable de pensar en el tipo de ser humano que es necesario formar en las aulas, en las escuelas, en el sistema educativo nacional, para un tiempo de crisis antropológica global.
Y me pregunto por los discursos de las voces críticas que concentran sus consideraciones en la ausencia de méritos académicos, en las capacidades intelectuales de la profesora. El dirigente del PAN, Marko Cortés, escribió al respecto del nombramiento de Delfina Gómez Álvarez: “Una vez más queda claro que la capacidad no importa, el único requisito es la lealtad a ciegas.” En el mismo tono, aunque con mayor sentido, reconocidos investigadores de la educación argumentaron que era muy bueno que la nueva secretaria fuera profesora, pero que no le alcanzaría con la mera formación y experiencia docentes para comprender niveles más complejos del sistema educativo, para hacer frente y resolver la peor crisis educativa de México desde su fundación en 1921.
No, no voy a hacer aquí una defensa a priori de ningún personaje político, son las ganas y la necesidad de preguntarme por el ideal de la meritocracia. El mérito como instrumento distribuidor de oportunidades de vida, de justicia, ha estado presente, mejor dicho, fue la retórica global del neoliberalismo y lleva, por lo menos, cuatro décadas dominando las relaciones humanas en los Estados, partidos políticos y sistemas educativos del mundo occidental. La pregunta salta inexorable: ¿cómo funcionó la meritocracia en el sistema político y en el sistema educativo de México durante el periodo neoliberal desde 1988 hasta la fecha… ?
Una investigación pendiente, me digo, quizá, pensando en un documento testimonial, la escritura de una memoria universitaria.
Ciertamente, el desafío que la profesora Delfina Gómez Álvarez debe superar se antoja titánico incluso para José Vasconcelos. Veamos.
Hablamos del gobierno, gestión educativa, diseño y evaluación de políticas educativas para una república de alrededor de 38.5 millones de seres humanos, viviendo, muchos de ellos, en condiciones de pobreza y pobreza extrema, en el desempleo por el confinamiento, algunos destrozados emocionalmente por el vacío que dejó algún familiar cercano, tocado de muerte, por el Coronavirus. Nadie imagina, en ese escenario, el mejor ambiente escolar para el cumplimiento de los aprendizajes programados.
Por si fuera poco, en todo el mundo los filósofos, comenzado por Peter Sloterdijk, Zygmunt Bauman, Martha Nussbaum, Michael J. Sandel, Byung Chul-Han, Wendy Brown, Giorgio Agamben, entre otros, profetizan una catástrofe natural producida por la voluntad ciega de poder que anida en la esencia de la verdad de la técnica y, con diferentes registros filosóficos y antropológicos, coinciden en regresar al camino del cuidado del ser del hombre.
Y justo ahora, en este apocalíptico escenario, Andrés Manuel López Obrador, Presidente de México, designa a Delfina Gómez Álvarez como responsable del destino de la Secretaría Educación Pública. ¿Cómo, parecen en el fondo cuestionar los críticos, una profesora egresada de la Universidad Pedagógica Nacional, con formación docente, será la responsable de conducir el sentido de la educación de México…? Cuestión a la que se podría responder con otra pregunta: ¿Por qué si los 14 secretarios de educación pública de México desde Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) han sido todos hombres universitarios, con excepción de Josefina Vázquez Mota (economista de la Universidad Iberoamericana), por qué si ninguno de ellos tenía formación docente ni sabía un comino de las comunidades escolares nunca les fue cuestionada, tan severamente, su capacidad para dirigir la política educativa de México antes de la toma de protesta?
Me atrevo a pensar que el ideal meritocrático asoma la testa para responder a mi pregunta, pues porque la UPN, con todo el histórico y admirable trabajo en la formación de docentes para el medio indígena y urbano, o quizá justamente por ello, no es valorada, ni figura como ejemplo del éxito educativo en los criterios meritocráticos de excelencia universitaria nacionales.
¿Cómo podría serlo si los estudiantes de la UPN son, junto con los de las normales, los más pobres del país…?, ¿cómo, si el sexenio pasado los profesores fueron víctimas del odio clasista y racista, de la descalificación pública más ominosa, por parte de la meritocracia asociada a los medios electrónicos de comunicación masiva, de qué manera revertir el daño moral producido sobre el magisterio nacional?
La revalorización del magisterio, más allá del discurso, por la pandemia, por la crisis económica, por lo que sea, es una agenda aún pendiente de la política educativa de Andrés Manuel López Obrador. Una profesora en las riendas de la Secretaría de Educación Pública podría dar sentido, efectividad, a la necesidad de fortalecer, en los hechos, a las instituciones formadoras de docentes de México.
La idea de meritocracia, no puede olvidarse, es el resultado del acelerado proceso de racionalización del espíritu del capitalismo, de la profesionalización –originalmente con un sentido calvinista, ascético, de culto al trabajo como un medio para agradar a Dios. Es el nacimiento del trabajo profesional y es, al mismo tiempo, el desplazamiento del ascetismo, pues pasa de “…las celdas monásticas para instalarse en la vida profesional y dominar la eticidad intramundana” –Max Weber dixit.”
Ahora bien, no se trata de desconocer el mérito como principio racional, moral, ordenador de la vida cotidiana en sociedad, pues podría ser un mecanismo equitativo y eficiente en la distribución de las oportunidades de vida y movilidad social. Siempre será más sabroso y más saludable un platillo cocinado por una mano artista, pienso en el chile en nogada, que por un chef charlatán que ponga en riesgo nuestras vidas; de la misma manera que es mejor ser operado del corazón por un buen cardiólogo que por un matasanos y mucho mejor un profesor, formado en la docencia, que cualquier otra profesión en el interior de las aulas de educación básica. Y además podría ser más justo.
No obstante, si el mérito funciona tan bien en el ideal, se cuestiona el filósofo Michael J. Sandel, estudioso del complejo debate sobre la justicia, entonces, “¿qué puede tener de malo una meritocracia?, ¿cómo es posible que un principio tan benigno como el del mérito haya alimentado un torrente de resentimiento tan poderoso que ha transformado la política de sociedades democráticas de todo el mundo?, ¿Cuándo se volvió tóxico el mérito?”
Con La tiranía del mérito (Debate, 2020 ), Premio Princesa de Asturias 2018, Sandel quiere mostrar los resultados morales, culturales y legales de cuatro décadas del funcionamiento de la meritocracia en los sistemas económico, político y universitario de los Estados Unidos, pues la meritocracia forma parte del sueño americano y ha inspirado a muchos otros países, México en lugar destacado. No se trata sólo de saber qué tanto se acerca el funcionamiento de la realidad con el tipo ideal meritocrático sino de cuestionar en sí mismo los patológicos efectos sobre las actitudes, sobre los valores morales de la clase política del sistema bipartidista y sobre la clase política del sistema de universidades élite, entre otras, Yale, Stanford, Georgetown y la Universidad del Sur de California (USC).
William Singer, cantante al fin, fue el singular y próspero empresario responsable de idear primero, y confesar después, el jugoso abra cadabra para abrir “las puertas de atrás” de las ocho universidades de élite, la denominada Ivy League que incluye a la Universidad de Brown, Universidad de Columbia, Universidad Cornell, Dartmouth College, Universidad de Harvard, Universidad de Pensilvania, Universidad de Princeton y la Universidad de Yale. Singer ganó alrededor de 25 millones de dólares por diseñar un mecanismo eficiente, a través de la corrupción del sistema de admisión y de la alteración de los exámenes estandarizados de las universidades, para que algunos estudiantes sin el perfil académico requerido, pero muy ricos, pudieran ingresar a tales instituciones. Algunos con dinero suficiente como para pagar hasta un millón 200 mil dólares por entrar a la Universidad de Yale o, con poco menos, a la Universidad del Sur de California.
Las canciones de Singer hablaban de 33 padres y madres millonarias que iban desde el mundo del espectáculo hasta miembros prominentes de la clase política, deslegitimando, con sus acciones de corrupción, el discurso político del mérito como principio de justicia distributiva en las universidades norteamericanas.
Está claro, el poder absoluto del dinero corrompe absolutamente.
Jared Kushner, yerno de Donald Trump, habría ingresado a la Universidad de Harvard por los 2.5 millones de dólares que su millonario padre donó a dicha institución. Y el propio Trump habría hecho lo mismo en la Universidad de Pennsilvania, pues con una donación de 1.5 millones de dólares estudió dos años en la Escuela de Negocios de Wharton.
La herencia meritocrática de la academia, cada vez más próxima a los títulos artistocráticos, impide pensar en el funcionamiento imparcial del mercado universitario, porque luego aparecen otros privilegios legales que las universidades de élite se reservan para los descendientes de los exalumnos. Las nuevas generaciones de universitarios están compuestas en buena parte por los hijos y las hijas de la élite académica que egresó de sus aulas. De tal manera, concluye Sandel, los campus de estas universidades de la élite se encuentran bajo “…el abrumador predominio de los jóvenes de familias acomodadas”.
La historia del mérito queda así escrita por los pocos estudiantes pobres y clasemedieros que no pueden, que no saben hacer otra cosa, más que pensar en el heroico esfuerzo personal para subirse a la competida y cada vez más mezquina rueda de la fortuna de la movilidad social. Pero son muy pocos, por lo que el filósofo se pregunta de qué manera sería posible que más estudiantes sin recursos tuvieran la oportunidad de estudiar en esas universidades. Piensa que son necesarias políticas públicas que atiendan progresivamente los derechos sociales fundamentales de los estudiantes: “para que puedan huir de los condicionamientos que los ahogan…Nadie debería quedar relegado por la pobreza o los prejuicios.”
La meritocracia es la política de movilidad social del Estado neoliberal, es un instrumento contra la radical desigualdad originada por el sistema económico capitalista. Después de cuatro décadas de funcionamiento ha mostrado sus límites teóricos y empíricos de manera contundente. En opinión de Sandel la idea de ascenso social, el sentimiento de autenticidad y grandeza que promueve entre los ganadores, “contribuye muy poco a cultivar los lazos sociales y los vínculos cívicos que requiere la democracia.”
Una emoción sublime domina el sentido de vida de los ganadores, algo les dice en secreto que se merecen todo el éxito del mundo, pues su talento y esfuerzo personal lo convocaron. El yo ególatra, el narcisismo de la meritocracia, es el complemento ideal para la dominación tecnocrática, para la consolidación global de la sociedad del rendimiento, en la que la autexplotación de los seres humanos se vuelve invisible e incluso aparece como la encarnación de la libertad absoluta.
Entre los perdedores, en contraparte, se promueven sentimientos como “la humillación y el resentimiento”, porque les hacen creer que ellos son los únicos responsables del fracaso; es decir, si los ganadores se merecen una vida mejor, los perdedores se merecen también su propio destino miserable. La ética meritocrática hace desaparecer del escenario filosófico y político la idea de un bien y un destino común.
Así pues, lo que queda claro es que un porcentaje muy bajo de estudiantes pobres logran ingresar a la Ivy League como resultado del funcionamiento del sistema meritocrático. La igualdad de oportunidades en los Estados Unidos todavía es un discurso muy influenciado por el neoliberalismo del economista Friedrich Hayek, ese ideario unifica hoy los lenguajes y las políticas entre demócratas y republicanos. Un credo que hasta el Papa Francisco considera ingenuo, pues equivale a confiar en las buenas intenciones de los poderosos del mundo, es creer en las leyes de la oferta y la demanda, en el mercado, como garantes de la justicia social. Para el pontífice es una economía que mata.
En sentido contrario, nos recuerda Michael J. Sandel, se mueve el pensamiento de la justicia de Amartya Sen, el premio nobel de economía, para quien los indicadores de desarrollo humano son más relevantes para el cuidado del ser que la celebración vacía del crecimiento económico y el ingreso personal. Se trata de valorar los funcionamientos de los seres humanos por el disfrute de las libertades, de los derechos para construir una existencia digna y en libertad.
No obstante, lo más sorprendente es que ambos comparten, por diferentes motivos, una fuerte crítica a la meritocracia como instrumento de justicia.
La figura de Donald Trump como Presidente de los Estados Unidos, un hombre lleno de ira y resentimiento –que en las elecciones presidenciales del 2020 obtuvo 70 millones de votos–, le parece a Sandel el ejemplo ideal para ilustrar la fractura y polarización de la sociedad norteamericana como resultado, en buena parte, de la soberbia meritocrática y de su contraparte, el resentimiento y la impotencia de soportar, casi como fatalidad, el destino circular, dantesco, de la pobreza familiar.
¿Cómo fue que Donald Trump, con un vocabulario de un niño de cuarto año de primaria, “el más bajo de todos los presidentes” de Estados Unidos desde hace un siglo, sedujo a tantos millones de seres humanos…? ¿Cómo pudo un presidente, “cuyo propio secretario de Estado lo calificó de “imbécil” y su secretario de Defensa dijo que su comprensión de los asuntos internacionales era la de un estudiante de quinto o sexto de primaria”, digo, cómo pudo convencer políticamente a la mitad de los ciudadanos norteamericanos de la clase media y la clase trabajadora para que votaran por él…?
El argumento del filósofo sostiene que, durante el periodo neoliberal, el progresismo norteamericano de centroizquierda perdió su capacidad inspiradora. Tanto los presidentes demócratas como los republicanos firmaron un pacto de fidelidad con el mercado y para bendecir la bizarra unión en un partido único invitaron a Friedrich Hayek. El economista partidario de que el Estado se reduzca a su mínima expresión en favor del mercado y enemigo acérrimo de políticas públicas destinadas a satisfacer los derechos sociales fundamentales de la ciudadanía y de las políticas compensatorias para construir un eficiente sistema de igualdad de oportunidades.
Bill Clinton y Barack Obama, nos muestra Sandel, se echaron en los brazos del neoliberalismo. El primero rescató a los bancos sin exigirles transparencia ni responsabilidades por los corrompidos y fraudulentos manejos financieros, mientras que para el rescate de las viviendas de la clase media y la clase trabajadora la ayuda estatal llegaba por goteo. Sandel revela que desde la década de los setenta del siglo XX “la mayor parte de los incrementos de renta…han ido a parar al 10 por ciento más rico de la población, mientras que la mitad más pobre no ha visto prácticamente ninguno…En la actualidad, el 1 por ciento más rico de los estadounidenses gana más que todo el 50 por ciento más pobre.”
La historia que nos cuenta el filósofo de Harvard nos atañe a los mexicanos, no solamente por las historias paralelas de desigualdad creciente sino porque la vecindad geográfica facilitó que una parte de las élites políticas y económicas se formaran allá, fueron egresados de aquellas universidades de élite. Con ellos aterrizaron los criterios meritocráticos que prevalecen, de igual manera, en el sistema político y en el sistema educativo mexicano. Quizá con ellos aterrizó la petulancia de pertenecer a la élite académica e intelectual de México, un impulso muy antiguo gozosamente develado por Enrique Serna en su luminoso y extenso ensayo sobre la Genealogía de la soberbia intelectual (Taurus, 2013).
Hago una pausa y me pregunto con ánimo weberiano lo siguiente: si en una forma de dominio racional-legal, como el sistema norteamericano, la meritocracia se ve burlada tan impunemente por las formas privilegiadas del éxito, como ya vimos, ¿cuál habrá sido el funcionamiento de la meritocracia en un régimen de dominio irremediablemente patrimonial, como el de México, en el que los funcionarios hacen uso privado de los beneficios de los cargos públicos …?
La tiranía del mérito muestra las enormes grietas del ideal meritocrático en los Estados Unidos, nos recuerda que el mérito no es una propuesta filosófica, política o económica para la construcción de una sociedad ideal sino, como es evidente después de revisar los elocuentes datos empíricos de la investigación, apenas una frágil y muy corrompida respuesta moderna a la radical desigualdad del neoliberalismo, un sistema económico que ha polarizado a casi todas las sociedades del mundo occidental entre los muy ricos y los muy pobres.
De otra manera. El mérito, como se sabe, se reconoce en el principio moral y legal de la igualdad de oportunidades y puede ser evaluado a través de los índices de movilidad social de un país. La movilidad social, por su parte, nos muestra las oportunidades que los seres humanos de una región encuentran para mejorar sus condiciones socioeconómicas de existencia. Es decir, considera la evaluación la salud, educación, protección social, acceso a la tecnología, salarios justos y las oportunidades de trabajo.
Una alta movilidad social equivale a romperle el cuello al destino, a la fatalidad de continuar viviendo en el círculo de la pobreza, como sus padres, abuelos y un oscuro, amargo y bluseado etcétera. ¿Cuál es el lugar que ocupa México en el Índice de Movilidad Social del Foro Económico Mundial (WEF) del 2020…? México se encuentra en el sitio 58 de las 82 economías analizadas por su índice de movilidad social. Entre los primeros lugares del mundo se encuentran, desde luego, Dinamarca (1), Noruega (2) y Finlandia (3), este último país considerado por mucho tiempo como el sistema educativo mejor evaluado por la prueba PISA en Europa. No es extraño, de los 20 primeros lugares del índice de movilidad social 17 corresponden al continente europeo, Japón y Australia en Asia y sólo Canadá figura en el continente americano, porque Estados Unidos ocupó el lugar 27.
Con esos criterios si usted nació pobre en México (58) y Brasil (60) le llevará nueve generaciones alcanzar el ingreso promedio de la nación. Si contamos las cohortes generacionales a la manera de José Ortega y Gasset, cada 15 años, entonces hagan la cuenta, la promesa de la movilidad social es que en cerca de 135 años sus descendientes, los ciudadanos mexicanos futuros, alcancen las condiciones socioeconómicas necesarias para construir una vida digna.
¡Nada mal! ¿Verdad…? En opinión de Thierry Geiger, de Análisis Comparativo del Foro Económico Mundial “Hay poca movilidad social en Latinoamérica” y agrega: “Esa falta de movilidad está relacionada con los altos niveles de desigualdad que hay en la región.”
Para qué continuar, la narrativa del éxito que esencia y da sentido a la meritocracia en Estados Unidos, al igual que en México, fue precedida por la construcción de una retórica de la credibilidad alrededor de los títulos y credenciales académicas, “de tal manera que el credencialismo se convirtió en arma de guerra moral y política” contra los perdedores.
Sin embargo, en los hechos, la soberbia meritocrática y sus actitudes de jerarquía social, enfatiza Sandel “…han erosionado la dignidad del trabajo y se ha infundido en muchas personas una sensación de afrenta y de impotencia. La rebaja de la categoría económica y cultural de la población trabajadora en décadas recientes no es el resultado de unas fuerzas inexorables sino la consecuencia del modo en que han gobernado las élites y los partidos políticos tradicionales.” Una conclusión que podría pensarse pertinente para orientar el juicio sobre el periodo neoliberal que se corona con el Pacto por México, una de las expresiones históricas más nítidas de la forma de dominio político del nuevo poder soberano.
Durante el neoliberalismo la gentrificación del mundo condujo a la división simbólica de los espacios de convivencia social entre triunfadores y perdedores, podría decirse, cada vez tienen menos en común. Quiero decir, los pobres y los ricos raramente cruzan sus vidas, cada clase creció con un sentido de pertenencia geográfico diferente, con sentimientos de orgullo o humillación por sus prósperas o infortunadas formas de vida, en esas condiciones de polarización, se pregunta Sandel si el ideal meritocrático no imposibilita el ejercicio del proyecto democrático entendido como la búsqueda del bien común. Ese fin tiene la necesidad del encuentro, de la deliberación sobre los propósitos y las metas de la comunidad política, requiere que ciudadanos con diferentes modos de vida y orígenes se encuentren en unos espacios comunes y en los lugares públicos. Y es así como aprendemos a negociar y a tolerar nuestras diferencias. Así llegamos a interesarnos por el bien común.”
No, la meritocracia no propicia, con la competencia salvaje y la autoexplotación como principio cuasireligioso, las condiciones para el fortalecimiento de una cultura cívica democrática. Con Byung-Chul Han podría decirse que la meritocracia del neoliberalismo es “una nueva forma de subjetivación. El trabajo sin fin en el propio yo se asemeja a la introspección y al examen protestantes, que representan a su vez una técnica de subjetivación y dominación. ”
En suma, de la misma manera que la ética del protestantismo, el ascetismo calvinista, patológico, es para Max Weber la ética del espíritu capitalista, pues muestra con eficacia su profunda influencia sobre historia económica y cultural de los Estados Unidos; así, de la misma manera, pienso, la ética meritocrática despliega su ciega voluntad de dominio, global durante el neoliberalismo, en el ideal de la optimización del trabajo personal. Y, sin embargo, la psicopolítica, la industria del yo, lo hace aparecer, en medio de la ansiedad, la depresión, la colitis nerviosa, el burnout y la muerte, como un ejercicio de la libertad absoluta de los seres humanos.
¿Cuál será el papel que la profesora Delfina desempeñe al frente de la Secretaría de Educación Pública…? No lo sé, en realidad nadie lo sabe.
No obstante, las reacciones a su nombramiento me llevaron a redactar estas líneas que quieren ser, en parte, una invitación al diálogo en torno a los futuros posibles de la educación mexicana, esto es: ¿continuará el ideal meritocrático fundamentando la vida del sistema educativo mexicano o existen en el horizonte filosófico de la 4T otros caminos, menos alienantes, para la construcción de esferas termotópicas, inmunizantes, hospitalarias, para el cuidado del ser del hombre, para el cuidado de la comunidad escolar de México…?