A partir de esta semana Chihuahua se encuentra en color rojo del semáforo epidemiológico, 19 estados en naranja, 11 en amarillo y Campeche continúa como único estado en color verde. Esto significa que es poco probable que en el mes de noviembre los alumnos y maestros regresen a las aulas. No es posible adelantar el cuándo, porque se deberá cumplir no sólo con la condición del semáforo verde, sino también con la autorización de autoridades sanitarias estatales.
El tema es delicado y polémico. La SEP en su búsqueda de no confrontarse con una población temerosa y desconfiada, afirma que será responsabilidad de las autoridades estatales definir el cuándo regresar a las actividades escolares presenciales y que además, será facultad de los padres de familia, decidir si cuando llegue el momento, enviarán a sus hijos a clase o no.
Tan importante como definir el cuándo es preparar el cómo se regresará. De esto se ha dicho muy poco y se ha hecho menos aún. La SEP ha socializado algunos protocolos con los profesores de educación básica, pero son muchas las preguntas que quedan en el aire. ¿Cuánta flexibilidad existirá para que las escuelas decidan su modelo, horarios y metodología?, ¿Cuánta autonomía habrá para tomar decisiones sobre los programas de estudio en condiciones excepcionales donde no se contará con todos los alumnos, pero tampoco con todos los docentes?
Y finalmente, ¿cómo podemos apoyar a nuestros estudiantes mientras tanto?, ¿Qué sabemos de su experiencia durante este inicio de clases?, ¿Se han habituado ya al trabajo a distancia y se han vuelto autogestivos y resilientes, o por el contrario están en una situación de desánimo y aislamiento atrapados en una simulación educativa mediada por pantallas?
Esta realidad se ha convertido en una fuente de estímulos que tendrán consecuencias en el bienestar y la salud que deberán estudiarse. No es descabellado ni exagerado suponer que el aislamiento social y la incertidumbre asociada a cuándo y cómo terminará esta etapa, puede provocar efectos perniciosos sobre la salud.
La soledad es una percepción. Lo sabemos los adultos. Algunos, aunque vivan solos construyen vínculos afectivos de calidad con las personas con las que se comunican, aunque sea por medio de mensajes en el celular; mientras que otros, aun viviendo con su pareja o familia, se sienten aislados emocionalmente sufriendo de incomprensión que puede llevarlos al retraimiento o agresividad.
El cerebro de los adolescentes está configurado para privilegiar las emociones sobre cualquier decisión racional. De poco vale explicarles que esto es por su bien, que pronto terminará o que pueden si se esfuerzan, enfocarse en sus estudios a la distancia. Lo que para los adultos puede parecer un sacrificio aceptable como el dejar de ver a nuestras amistades, para ellos puede volverse una verdadera tragedia acompañada de inseguridad, tristeza y ansiedad.
Para su desarrollo emocional armónico, los adolescentes requieren de oportunidades para tener éxito. Cada vez que aprenden algo nuevo, que logran aquello por lo que se esforzaron o que los sorprende una experiencia agradable, su cerebro libera un neurotransmisor llamado dopamina, responsable de que experimenten una indescriptible, aunque fugaz alegría. Por eso disfrutan las ocurrencias y experiencias que a diario suceden dentro de un salón de clase.
También requieren de sentirse aceptados por su grupo de compañeros. En ninguna otra edad es tan importante y vinculante la amistad. Son capaces de hacer cualquier cosa para ser aceptados por un grupo o por una persona que consideran especial. Cada vez que los eligen para trabajar en grupo, o que son reconocidos sus talentos por otros adolescentes, el cerebro libera serotonina, otro neurotransmisor. Los grupos de clase, los equipos deportivos y los corrillos que forman en los pasillos y durante los recesos, cumplen con una importante función en la reafirmación como seres sociales.
Aunque están en búsqueda de reafirmar su personalidad, y por ello buscan su independencia y rechazan sistemáticamente la autoridad de los adultos, necesitan sentirse protegidos y seguros para experimentar el mundo. La vinculación afectiva que desarrollan con algunos de sus profesores les permite tener confianza para aprender algo nuevo o expresarse ante los demás liberando en su cerebro otro neurotransmisor llamado oxitocina.
El largo período de aislamiento escolar ha arrebatado a nuestros alumnos las oportunidades de experiencias ricas en dopamina, serotonina y oxitocina. Cierto que la mediación tecnológica también puede brindarnos oportunidades para remplazarlas, pero para lograrlo debemos estar más atentos los adultos, padres y maestros, de propiciarlas intencionalmente. Nuestras prácticas y decisiones pueden ser parte del sufrimiento de los adolescentes, o al contrario una fuente de bienestar y resiliencia.
Por ello el regreso a clase no sólo debe decidirse en función del riesgo epidemiológico sino de la salud y equilibrio emocional de los adolescentes. Cuidar su salud no se limita a protegerlos del contagio de un virus, sino a dotarlos de las experiencias directas de socialización con sus compañeros. Experiencias que el aislamiento les ha arrebatado ya por más de siete meses. Siete meses pueden ser poco para un adulto, pero representan una décima parte de la duración de su adolescencia. Un gravoso e injusto diezmo impuesto sin esperanza de retribución a toda una generación.
Sergio Dávila Espinosa