Sylvie Didou Aupetit
Cinvestav
En meses pasados, los investigadores rastrearon las repercusiones del confinamiento, provocado por el Covid-19, en la expansión del tele-trabajo. Se centraron en la productividad de los trabajadores que bascularon hacia esa modalidad, de manera brusca, y en sus ventajas y desventajas, en situación de pandemia. Analizaron el cumplimiento de las obligaciones laborales, el respecto de los derechos de los trabajadores y las afectaciones psicológicas a la vida familiar y personal, acarreadas por esa coyuntura. En vísperas de la reanudación de actividades presenciales, en las profesiones esenciales y, luego, en las “no –esenciales”, abordaron el derecho humano a quedarse en casa para no arriesgar la salud, por lo menos en los sectores que tenían la posibilidad (legal y económica) de elegir hacerlo.
En paralelo, los especialistas se interesaron en profesiones cuyos integrantes no sólo no suspendieron labores sino que soportaron cargas profesionales duplicadas. Las estadísticas muestran que el personal de salud y los trabajadores encargados del mantenimiento de las infraestructuras hospitalarias no sólo no se quedaron en su casa sino que incrementaron, más allá de sus horarios contractuales, sus tiempos de permanencia en el trabajo para cuidar a los pacientes. Pagaron un precio excesivo por su dedicación y sufrieron porcentajes de defunción superiores al promedio, en una coyuntura de ausencia de reconocimiento social a sus compromisos.
Los docentes, por su parte, se encuentran en una situación ambigua. Ellos, como los médicos y enfermeros, son trabajadores “esenciales” para garantizar el funcionamiento “normal” de gran parte de la sociedad. Gracias a que atienden a los alumnos en los espacios escolares, los familiares de los jóvenes pueden trabajar, con cierta tranquilidad. Pero, a diferencia del personal de salud, durante el medio año que acaba de transcurrir, los profesores dejaron de ocuparse directamente de los niños.
La decisión de la Secretaria de la Educación Pública (SEP) de cerrar tempranamente de las escuelas y no reabrirlas en agosto, los llevó en efecto a “abandonar” las instalaciones educativas y, desde sus casas, a experimentar prácticas a distancia de atención a los alumnos. En encuestas y pronunciamientos, opinaron que la enseñanza no presencial fue una solución de sustitución, útil transitoriamente y en condiciones excepcionales. Advirtieron que no debía representar un cambio irreversible ya que su adopción, definitiva y en amplia escala, supondría reformular los principios éticos de una profesión que, como las de la salud, se define como “una profesión de lo humano”. Todas las que se ubican en esa categoría, según los sociólogos del trabajo, enfatizan, como sus ejes organizativos esenciales, las interacciones permanentes con los otros, las modalidades colectivas de realización de tareas y una adhesión fuerte a una vocación de servicio.
Esa autodefinición indica que, para reanudar la docencia presencial añorada por igual por prestadores, usuarios indirectos y beneficiarios directos, no bastan soluciones técnicas y reglamentarias. Urge negociar compromisos con los sindicatos, las asociaciones académicas, los desesperados madres y padres de familia, que batallan a diario por sentar a sus hijos ante la televisión en los horarios de transmisión de los cursos, supervisar su desempeño y llenar las bitácoras de evidencia y los alumnos (grandes ausentes en los diagnósticos sobre las rutas de salida de la crisis),
Además, cuando vuelvan a encontrarse cara a cara los sujetos colectivos que animan la vida escolar, tomando en cuenta las exageradas tasas de mortalidad de médicos y enfermeras, será preciso que todos obtengan una protección sanitaria adecuada y respecten los lineamientos para la convivencia en los ámbitos educativos. Para evitar que las escuelas sean “clusters” de contagio, habrá que disponer de una cantidad de “tests”, suficiente para medir oportunamente contagios de doble vía, de los docentes y otras categorías de personal hacia los alumnos y vice-versa. Habrá que contar con capacidades instaladas de tratamiento de las muestras para que los laboratorios de análisis clínicos entreguen expeditamente resultados. Es en efecto indispensable asegurar un control de las cadenas de transmisión de la enfermedad en las instalaciones educativas, que abarque todo el país y todos los tipos de escuelas.
En otras palabras, urge planear el regreso a clases simultáneamente en los niveles intra- y extraescolares, aunque no se haya fijado todavía fechas de reocupación de las aulas, y hacerlo de manera previamente concertada. Considerando lo que todavía se desconoce sobre la enfermedad y los alcances de las vacunas, pensar que, en automático, el semáforo verde garantizará un regreso terso a la escuela o la universidad es ilusorio. Partir de las dimensiones humanas que se entrecruzan en y en torno a la profesión docente para identificar las esperanzas y los miedos subyacentes a las propuestas de reapertura escolar y responsabilizar a los actores involucrados en ella, son, por tanto, estrategias susceptibles de aminorar un riesgo, que todos desearíamos dejar atrás pero que, desgraciadamente, sigue presente (y lo seguirá estando por largo tiempo).