Por: Abelardo Carro Nava
Con cierta nostalgia, recuerdo el primer día que asistí a un jardín de niños a observar el trabajo que realizaban las educadoras con sus alumnos. Era el primer día de clases y, como era de esperarse, las reacciones de los niños de nuevo ingreso eran tan diversas y variadas que, por más que hubiese querido registrar sus expresiones, jamás lo hubiera logrado. Sus pequeños rostros reflejaban mil cosas y, tal vez, sus mentes, difícilmente comprendían lo que en ese espacio ocurría. Claro, los pequeños de tercer grado ya se desenvolvían con naturalidad: corrían, gritaban, saltaban, jugaban; acciones que, de cierta forma, contrastaban con aquellas de los que recién pisaban ese centro educativo puesto que, en algunos casos, el llanto se hacía presente o bien, un dejo de incertidumbre se observaba en sus caritas. Por su parte, las maestras, con una gran sonrisa desde la entrada de la escuela, daban la bienvenida a todos esos infantes que a ésta llegaban.
A esto le siguió el sonar de la campana; sí, esa campana que anunciaba un momento especial en la jornada: rendir los honores a la bandera; y, para ello, la escolta formada por los pequeños, desde luego: todo un suceso; y después, el himno nacional entonado con tal fuerza y vigor que, a más de uno, la piel nos erizó. Vinieron las palabras, los saludos, los discursos, y luego, el trabajo en el aula a partir de lo que estas profesionales de la educación conocían y conocían muy bien. Como parece obvio, el diagnóstico era fundamental para conocer a los recién llegados. Hubo formas diferentes en que éste se realizó, no obstante, el que más me llamó la atención, fue el de una profesora que, después de la bienvenida, dejó que los niños tomaran alguno de los juguetes que ésta había llevado al aula. Claro, la consigna había sido clara y concreta, tenían que tomar un juguete (si así lo decidían) para que jugaran con éste un rato. A partir de ese momento, la educadora comenzó a hacer anotaciones en unos papelitos de colores. En éstos podían observarse los nombres de sus alumnos y las diversas acciones o reacciones que se iba suscitando a partir de la consigna dada. Pasado un tiempo, siguieron algunos cantos, algunas actividades integradoras y recreativas, y después el receso, para luego, finalizar la jornada con algunos dibujos.
Por su parte, las maestras del grado inmediato superior hacían lo suyo: actividades iniciales que, de alguna forma, recuperaban las experiencias vividas en casa, con sus familiares, con sus amigos; en fin, otra manera de diagnosticar a sus educandos.
El diálogo, siempre constante. Los cantos, gritos y algarabía reinaban por completo. Y luego, la despedida. Sí, ese “mañana nos vemos” que, de cierta forma, se convertía en un aliento para que todos volvieran a las aulas al día siguiente para iniciar la jornada. Claro está, que no en todos los niños había esa sensación de volver a la escuela, sobretodo, en los más pequeños, pero, indiscutiblemente, una profunda huella había quedado en ellos.
Difícil es pensar que una de las mejores etapas de la vida de los niños, el día de hoy, tenga que ser a través de un televisor. Difícil resulta concebir que ese vínculo insustituible, entre maestros y alumnos, que se logra en cada aula de cada institución educativa, se consiga a la distancia. Difícil resulta comprender que, las autoridades educativas, no entiendan la realidad en la que viven millones y millones de mexicanos. Y a pesar de ello, ahí están los maestros.
Sí, esos maestros que, a partir de la contingencia sanitaria por el Covid-19 decretada por el gobierno federal en marzo de este año, han sido una especie de héroes, con capa y espada pero que, desafortunadamente, en los hechos, su esfuerzo no es reconocido. ¿Qué importa si todo el día, estos maestros, tienen que estar contestando el teléfono porque los mensajes de whatsapp no dejan de llegar dado que sus alumnos y/o padres de familia tienen dudas sobre ciertos contenidos o actividades escolares?, ¿qué importa que muchos de estos profesores tengan que trasladarse a las comunidades para hacerles llegar a sus estudiantes los cuadernillos que ellos mismos han elaborado para que sus pequeños sigan estudiando y aprendiendo?, ¿qué importa si alguno de estos mentores haya enfermado a causa del incesante trabajo burocrático que sus autoridades les piden día a día? Sí, muy poco de eso importa para quienes aún tienen en mente la serie de infamias que, a través de la televisión, se difundieron en contra del magisterio.
Pese a lo anterior, el magisterio no se detiene.
En estos días, en los que miles de maestros se preparaban para regresar a las actividades escolares a la distancia, he sido testigo del enorme esfuerzo que, cada uno de estos mentores realizó, con el propósito de estar al nivel que las circunstancias les exigen. No es para menos, el compromiso, la vocación y el amor por su profesión, va más allá de un discurso que, desde las élites gubernamentales, pueda pronunciarse. Conocen su trabajo y estoy seguro que el reto podrá cumplirse.
Gracias maestras y maestros, gracias.
Con afecto y cariño para mi querida y admirada maestra Eve quien, hace mucho tiempo me dijo, que una canción que le encantaba era interpretada por Xavier López “Chabelo”: Garabato Colorado. Pronto entendí por qué. No la olvido.