Germán Iván Martínez Gómez
Se ha escrito bastante acerca de la pandemia y de lo que ha provocado en nuestras vidas. Sin embargo, hace falta pensar con suficiencia lo que la contingencia sanitaria generará en los próximos meses en la organización y el funcionamiento de las instituciones educativas en general y, de manera particular, en aquellas dedicadas a la formación de docentes de educación básica: las Escuelas Normales. ¿Cómo formar a los nuevos maestros y maestras sin que puedan pisar un aula? ¿Qué sucederá con las prácticas pedagógicas de los estudiantes normalistas? ¿Cómo perfeccionar sus habilidades para planear, ejecutar y evaluar su práctica educativa sin interactuar verdaderamente con los estudiantes?
Desde luego, los profesores en servicio que estamos por retomar las clases de manera no presencial también enfrentamos retos: ¿Cómo facilitar el aprendizaje sin la posibilidad de variar las estrategias de enseñanza? ¿Cómo construir conocimientos y estimular el análisis y la reflexión sin los materiales de clase, los libros de texto, los juegos, las dinámicas grupales que hemos usado por años? ¿Cómo registrar el progreso de los alumnos a nuestro cargo sin la oportunidad de darnos cuenta realmente de su desempeño? ¿Cómo mantener la atención de los alumnos en las clases por televisión o en línea?
Si enseñar es de por sí una tarea compleja, hacerlo en el confinamiento lo es aún más. Y es que, como sabemos, la docencia requiere una formación especializada. El conocimiento de teorías de aprendizaje y enseñanza, del desarrollo humano y de técnicas de trabajo en el aula, son sólo parte del bagaje de conocimientos que requiere un docente. Pero la preparación teórica, por si sola, no garantiza buenos resultados. Las competencias profesionales de los futuros docentes exigen la confrontación de contenidos teóricos con la realidad que se vive en las escuelas y aquellas competencias se adquieren fundamentalmente en la práctica.
El acercamiento de los noveles maestros y maestras al trabajo en las escuelas de educación básica les posibilita, entre otras cosas, conocer los estilos de enseñanza de diferentes profesores, las técnicas empleadas en las asignaturas, las formas de interacción prevalecientes, el uso que dan al libro de texto y otros materiales educativos, además del manejo que hacen de situaciones conflictivas. También les permite identificar cómo construyen los docentes sus planes de clase, qué técnicas de expresión priorizan, cómo se mueven en el aula, cómo forman equipos de trabajo y establecen rutinas, cómo organizan el espacio físico del salón de clase, cuáles mecanismos de interacción emplean con padres de familia, autoridades y colegas, qué estrategias de registro y evaluación manejan con sus estudiantes, etc. Todo esto refuerza en los profesores en formación el entendimiento de un entramado de situaciones que tienen lugar en la escuela y el aula.
Cuando los docentes en formación acuden a las escuelas a realizar sus prácticas pedagógicas (de observación, adjuntía y ejecución), éstas revelan, entre otros aspectos, las nociones que subyacen en la intervención docente. Nociones inconscientes relacionadas con la educación, la enseñanza, el aprendizaje, el educador, los educandos, el trabajo en equipo, la planeación institucional, la evaluación, el liderazgo directivo y docente, etcétera. La idea de aproximar a los futuros docentes a la realidad educativa tiene, como objetivo inmediato, que conozcan una práctica concreta y específica; y como objetivo mediato, que desentrañen los supuestos de dicha práctica, identificando sus desatinos y replanteando su propio ejercicio cuando éste tenga lugar. Pero, ¿cómo lograrlo en estas condiciones?
Desde su aparición, las escuelas no han sufrido grandes transformaciones respecto a su concepción, organización y funcionamiento. No obstante, sólo desde el siglo pasado el acceso a la información y el peso e importancia que adquirieron tanto el aprendizaje como el empleo educativo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), ha sido posible suponer que el éxito de los sistemas educativos depende más de la capacidad de aprender de los estudiantes que de las habilidades de enseñanza de los docentes. Pero, ¿es esto cierto? ¿Estamos ante la posibilidad de que, en un futuro próximo, los docentes seamos inempleables? ¿Cambiarán tanto los sistemas educativos y las escuelas al grado de que prive la virtualización total?
Como es evidente, durante este tiempo de confinamiento estamos experimentando un cambio cultural sin precedentes. El autoaislamiento y el distanciamiento social, contemplados para evitar la saturación de nuestro sistema de salud, han impactado negativamente y no sólo en la educación. También se han perjudicado el sector productivo, las empresas, el turismo, el comercio y el transporte, entre otros muchos rubros. Desde luego ha crecido el desempleo, la pobreza y se han acentuado las desigualdades en el acceso a los servicios. Como lo han hecho notar diversos estudios, la salud mental de la población también se ha visto afectada. Y no es para menos. No sólo las personas contagiadas han visto menguada su energía o han perdido definitivamente la vida, también debemos considerar a sus familiares, al personal de salud que los atiende, a las personas que han perdido abuelos, padres, parejas, hermanos, hijos, parientes, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, conocidos… Pensemos también en los adultos mayores y el incremento de sus temores; en los reclusos y las altas posibilidades de contagio en las cárceles; en los enfermos mentales y la desatención de la que han sido objeto por décadas; en los migrantes que quedaron varados en algunos estados de su propio país o en los viajeros que se hayan en diversos lugares del mundo; en los adictos o en aquellos en los que el distanciamiento social ha detonado el consumo de sustancias adictivas: alcohol, tabaco, drogas; en las madres de familia y la sobrecarga de trabajo que traen a cuestas; en los niños y niñas que no alcanzan a comprender las razones del encierro; en los adolescentes que suman a la confusión y el vacío que muchos de ellos experimentan, las sensaciones de incertidumbre, inseguridad y vacuidad de estos tiempos… Como es posible advertir, la lista es innumerable y el dolor inmenso.
Las consecuencias psicológicas de la pandemia empezaron a aparecer a las primeras semanas del aislamiento: estrés, ansiedad, depresión, violencia familiar, inestabilidad emocional, hiperactividad descontrolada, sensaciones de miedo e incertidumbre, desadaptación al entorno, sentimientos de enojo, tristeza, duda, sensación de soledad, desajustes en la alimentación y el sueño, sobrexposición a las pantallas (televisión, computadora, celular), sedentarismo, descuido de la imagen personal, impaciencia, irritabilidad, hipervigilancia del estado de salud…
En éste pues un escenario inédito para todos. En él, el cambio cultural implica sin duda una transformación no sólo de nuestra forma de ver la vida sino de vivirla. En esta atmósfera insólita, quienes nos dedicamos a la enseñanza advertimos la importancia del aprendizaje autogestivo de nuestros estudiantes y reconocemos igualmente la necesidad de reconvertir nuestra práctica.[1] La emergencia de una enseñanza a distancia repentina, nos ha estimulado a buscar estrategias de comunicación con nuestros alumnos para que, a partir de diversos medios, mantengamos contacto directo con ellos, acompañando sus procesos de aprendizaje y otorgando también un soporte emocional en casos específicos y cuando esto sea posible.
Ante el anuncio que hiciera Esteban Moctezuma, secretario de Educación Pública de nuestro país, de iniciar el ciclo escolar 2020-2021 de forma no presencial, los docentes debemos hacer ajustes importantes en la elección de los contenidos que trabajaremos, la planeación de las actividades pensadas para lograr los aprendizajes, considerar el acceso que tienen nuestros estudiantes a los equipos tecnológicos y la conectividad a Internet. Luego de ello será fundamental determinar los recursos que se habrán de utilizar, identificar la mejor forma de enseñanza (que refuercen y profundicen los contenidos desarrollados en los programas televisivos y las clases en línea), así como definir las estrategias e instrumentos de evaluación más convenientes.
Ante el imperativo tecnológico de aprender por televisión y ante la omnipresencia del trabajo a distancia que nos ha conmocionado en muchos sentidos, los docentes advertimos que nos hizo falta una formación adecuada para aprovechar didácticamente la expansión de la tecnología. Hoy estamos ante el reto de estructurar secuencias didácticas para lograr aprendizajes significativos y hacerlo con el equipamiento tecnológico al alcance. En este sentido, requerimos aprovechar pedagógicamente el entorno y tomarlo como fuente para la construcción de conocimientos. Para ello, los sujetos, objetos, herramientas y materiales que nuestros alumnos tengan en casa, así como las situaciones, rutinas, tareas y actividades que viven y realizan en ella, cobrarán una importancia fundamental en el afán de vincular lo que saben con lo que deben saber.
Desde luego nos situamos ante un enorme supuesto: la televisión y la Internet pueden nutrir el proceso educativo. No obstante, esta creencia se viene abajo si aceptamos que ninguna de las dos posibilita una verdadera interacción y si reconocemos que instrucción no es lo mismo que educación. Es obvio que la televisión como herramienta didáctica es lo mejor que nos pudo ofrecer la SEP pero, ¿podrán las maestras y maestros mantener a sus alumnos motivados e interesados en su aprendizaje? Como ha escrito Ángela McFarlane, “tendríamos que considerar qué lugar ocupa el uso de las imágenes, el vídeo y el audio en el desarrollo de la alfabetización [y la educación] de los niños”,[2] niñas y adolescentes.
En este contexto, ¿cuál será el papel de los docentes practicantes?, ¿qué nuevos conocimientos, habilidades, actitudes y herramientas requieren para afrontar la exigencia de enseñar desde casa?, ¿qué pueden, en este ambiente, ofrecer los investigadores y especialistas a los docentes en formación?, ¿qué tipo de respaldo habremos de brindar los docentes formadores?, ¿cuál soporte estarán dispuestos a dar los docentes tutores de educación básica a los estudiantes normalistas?, ¿cómo habremos de construir la docencia en esta nueva realidad?
Desde luego, si concebimos esta emergencia como una calamidad, corremos el riesgo de quedar perplejos e inmovilizados, pero si la vemos como una oportunidad, estaríamos reconociendo la necesidad de acrecentar la capacitación, de los futuros docentes, en el uso de las herramientas tecnológicas; esto, mediante la incorporación de nuevas asignaturas en los Planes de estudio de Educación Normal. Además, quienes somos profesores en servicio debemos asumir el compromiso con el desarrollo de nuestro conocimiento tecnológico y, lo que es más importante, aceptar la posibilidad de contar, en el mediano y largo plazos, con estudiantes más autónomos e independientes, si no sucumben obviamente a los encantos de la televisión y la Internet.
En su libro Educar en la sociedad del conocimiento, Juan Carlos Tedesco había advertido que, en el mundo y de manera paulatina, la televisión estaba “cediendo su lugar de privilegio a la computadora”.[3] Hoy, al menos en México, la balanza se inclina a favor de la televisión que era, en muchas familias y desde hace tiempo, utilizando las palabras de Karol Wojtyla, la “niñera electrónica”. Fue él mismo quien escribió esto: “la televisión es una fuente principal de noticias, de información y de distracción para innumerables familias, al punto de modelar sus actitudes y sus opiniones, sus prototipos de comportamiento”.[4]
¿Estamos ante la abdicación de padres, madres de familia y docentes como principales educadores? ¿Podrán las empresas televisivas dejar de ser un instrumento comercial? ¿Conseguirán, efectivamente, orientar sus esfuerzos al bien público y dejar de velar por los valores del mercado? ¿Resistirán la tentación de no arrastrar hacia sus intereses a un público cautivo? ¿Podrá la SEP, mediante el programa Aprende en Casa II, modificar la relación que los mexicanos hemos tenido, por décadas, con la televisión?
John Condry señaló que la televisión, como instrumento de socialización no sólo es pobre sino pésimo. Si a ello sumamos que nuestros gobiernos desestimaron desde hace mucho la importancia de generar cada vez más y mejores programas educativos; y que ni las familias ni las escuelas hemos formado a nuestros hijos y estudiantes como telespectadores, es fácil reconocer porqué muchos de nuestros alumnos, pese a ser nativos digitales, son incapaces de utilizar a su favor el potencial educativo de las TIC, pues se redujeron a usar éstas sólo como medios de diversión y entretenimiento. Sin embargo, señalará el mismo Condry, “Los niños necesitan más experiencia y menos televisión”.[5]
¿Seremos capaces los docentes de afrontar, nosotros solos, la educación de nuestros estudiantes? Me temo que no. Necesitamos el apoyo de padres y madres de familia, de autoridades, especialistas y colegas, pero también un papel más responsable de la actual administración, de sus instituciones y, fehacientemente, de las televisoras. ¿Sabrán los consorcios televisivos de nuestro país la enorme responsabilidad educativa que el actual gobierno, a través de la SEP, les ha conferido?
En un maravilloso libro titulado La televisión es mala maestra, Karl Popper expresaba su convicción de que, quien hiciera televisión, debía identificar los aspectos que era necesario evitar para impedir, con ello, las consecuencias antieducativas que sus programas televisivos pudieran generar. Bajo esta óptica, ahora que el poder político de la televisión en México es más grande, cabe preguntarnos qué pasará con la educación, luego de que hemos advertido que la instrucción de la niñez y juventud mexicana estará reducida a una pantalla; y que los nuevos maestros y maestras que se forman en las Escuelas Normales, permanecerán, no sabemos por cuánto tiempo más, sin la posibilidad de aproximarse a la realidad de las escuelas y las aulas.
Ante el imperativo tecnológico de dar clases en línea y usar la televisión y la radio, ante los cuestionamientos que genera la réplica de Aprende en Casa, un programa federal cuya evaluación de la primera emisión no ha llegado y cuyos impactos desconocemos, los docentes mexicanos estamos convencidos de que ni la televisión sustituirá al maestro, ni las pizarras electrónicas, generadas en Internet, introducirán cambios significados en el Sistema Educativo. La estrategia de teleaprendizaje es un esfuerzo necesario pero no suficiente, pues deja fuera a muchos estudiantes y plantea nuevos desafíos a los profesores: ¿Cómo trabajarán los docentes que laboran en escuelas multigrado? ¿Quedarán excluidos los alumnos con necesidades educativas especiales? ¿Serán suficientes los cuadernillos para atender a la niñez indígena y migrante? ¿Llegarán a todos los que los necesiten? ¿Qué papel jugarán en estos momentos quienes integran las Unidades de Servicio de Apoyo a la Educación Regular (USAER)? ¿Cómo llevarán a cabo su labor los Centros de Atención Múltiple? ¿Cómo enseñar por internet, radio y/o televisión a niños, niñas y adolescentes que presentan alguna discapacidad auditiva o visual? ¿Qué actividades diseñarán los promotores de salud, educación física y educación artística? ¿Contarán con el apoyo de las familias para llevarlas a cabo?
Como usted, estimado lector, tengo más preguntas que respuestas. Hoy nuestro Sistema Educativo se encuentra, irremediablemente y para calificarlo con un concepto de la jerga informática, “hibernando”…
[1] Cfr. UNESCO, Enseñar en tiempos de Covid-19. Una guía teórico-práctica para docentes, UNESCO, Montevideo, 2020.
[2] Angela FcFarlane, El aprendizaje y las tecnologías de la información, Secretaría de Educación Pública, México, 2001, p. 68. Trad. Jennifer Farrington Rueda.
[3] Juan Carlos Tedesco, Educar en la sociedad del conocimiento, México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 38.
[4] Karl Popper y John Condry, La televisión es mala maestra, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 58.
[5] Ibidem, p. 95.