A contracorriente de lo que sucede en nuestros días, es menester recuperar el valor educativo de callar. En medio del diario aguacero de palabras y sentencias a cual más filosas y terminantes, necesitamos hallar en el viejo ropero, o en el fondo de la covacha donde guardamos los triques que no podemos ya tener ni tirar, el paraguas del silencio. Estará desvencijado, con varios alambres doblados y algo cucho por desuso. Ni hablar. Hoy hace falta.
Las voces incesantes aturden. Son gotas del agua que va llenando el salón y no encuentra salida. No hay desagüe. Sube el nivel y parados de puntitas apenas alcanzamos a sacar la cara un poco y respirar. Tanta y tanta palabra que va y viene: chocan ruidosas y, cuando no se atropellan, con su filo descalabran y lastiman.
No paramos de hablar. Sabiondos infalibles no eludimos algún tema: de epidemias, sabemos; de economía, somos duchos; de tratados internacionales, expertos; de violencia en cualquiera de sus presentaciones, prontos. ¿En torno a las clases virtuales? Todo clarito. Venga, no tenga miedo: diga un tema y yo le respondo a bote pronto y sin pudor alguno. De todo sé, menos callarme. Ponga un asunto y lo embisto a palabreos sin dilación. La cuestión es soterrar al silencio. Todo menos cerrar la boca.
Pobre bisabuela. Era sabia. Lo mal que lo pasaría ahora. Ya iba camino al siglo de su edad cuando con la voz hecha hilo de delgada dijo: Manolo, escuche bien; nunca hable si lo que va a decir no es más bello que el silencio. Y luego regresó a su tejido, callada, viendo como baja hacia el jardín la calle de El Correo. Nos acompañaba su presencia sin hablar con los ojos muy atentos al hilo y el gancho, al baile del que brotaban manteles, colchas y recuerdos.
En el plan de estudios de la Nueva Escuela Mexicana (si es que un día existe algo que responda a ese nombre) o en las actividades propias y centrales de cualquier proyecto educativo, es urgente que se establezcan espacios para aprender la maravilla e importancia del silencio. Y practicarlo juntos con la calma y paciencia que requiere.
Saber elegir un rincón donde sentarse en un banco de madera para estar callada, o el tronco de un árbol donde recargar la espalda y quedar por un rato, largo, mudo. Dejar de hablar, de oír el inmisericorde coro de quienes de todo saben y atolondran. Apagar los oídos, clausurar la boca, respirar despacio y si viene a cuento, o no – qué importa – llorar sin prisa tanta pinche muerte que con una basta, tanta ligazón de la tragedia con la brutal desigualdad que toleramos, la increíble obscenidad de quienes quieren muertos en la banqueta para tener razón sin importar el bando.
¿Qué clase toca luego? La clase del silencio. El ejercicio cotidiano de escuchar lo no dicho, de oírnos respirar enmudecidos, asombrados del olvidado milagro de estar papando moscas: sin juzgar, sin tratar de entender, sin procurar tener razón y asestarle en la cabeza a alguien el caudal de voces que conforma nuestra verdad, armada con verbos cual varillas , cemento de adjetivos y argamasa de otras formas del hablar humano irreflexivo.
Que vayamos a la escuela a aprender a callarnos, a disfrutar el silencio, a no tapar el dolor o la alegría con palabras más sabidas que la tabla del dos. Por una escuela en que aprendamos a cerrar la boca y abrirnos a sentir sin claves verbales lo que cala, enoja, indigna, alegra, ilumina o moja.
Que se calle el presidente, el locutor, la maestra y el profesor que de todo creen saber y no saben un carajo. Ni sermones, discursos o lecciones. Urge una escuela en que cada quien tenga en el patio un lugar, y su distancia, para sentarse en la mochila y construir ese silencio que hoy tanto extrañamos para poder entendernos.
Manuel Gil Antón.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de
El Colegio de México
@ManuelGilAnton