Un fantasma recorre el mundo. Busca y consigue entrar a las casas en nuestro país y en muchos otros: es el esperpento de La Tarea, así, con mayúsculas, pesada, larga, cansada e impertinente. Se cuela por rendijas en el adobe, a través de las ventanas o llega como instrucción en un teléfono ¿inteligente? o una computadora.
Si se acomoda en la sala ya estuvo mal el asunto: tantas páginas para repetir una operación mecánica hasta que aburra, tantas otras de escribir banalidades y no pocas para leer áridos libros de texto como pretexto para no leer algo interesante. Videos con actores que emulan a maestras o maestros y resultan más falsos que un billete de siete pesos. Preguntas a responder para hinchar la carpeta de evidencias y llegar con ella, repleta, cuando volvamos a las escuelas. Si no, ¿cómo vamos a evaluar?
No es posible que la escuela esté en la casa. Es tan contradictorio, diría mi abuela, como ponerle a un Santo Cristo dos pistolas. Sí se puede aprender en la casa, desde luego, pero la condición para ello es barrer, sacar, expulsar de las casas el virus de las tareas. Las tareas atarean a quien tiene que hacerlas y por su inutilidad aterran. Atrapan. Si no fuese así, nadie las haría. En otros países les llaman “deberes” como deudas a saldar. En no pocos casos terminan haciendo las tareas los padres —No, corrijo: casi siempre las madres al mismo tiempo que cocinan, lavan ropa o planchan. Antes de salir a jugar tienes que hacer la tarea. ¿Y ahora que no se puede salir a jugar qué hacemos? Pues más tarea.
Y ahí están, en una esquina de la mesa del comedor, atareados: la ociosidad es la madre de todos los vicios. Si la tarea se cuela, con ella llega una noción de escuela dominante: esa construcción que entretiene, guarda, cuida, dicta, encarga; y carga de trabajos adicionales para hacer en casa a quienes asisten a sus espacios, donde hay docentes que, por su ocio de guardianes, nos salvan de estar tanto tiempo con las criaturas para poder trabajar.
Las maestras y los profesores creativos intentan hacer otras cosas, pero tienen, sin remedio, que enviar una captura de la pantalla en que están, cual estampitas, los rostros de sus aburridos pupilos. Y eso si hay computadoras. Cuando no, es preciso asegurar que la carpeta que dará cuenta del encierro creativo llegue llena cuando se retorne a las aulas. El objetivo es lograr evidencias que demuestren al director, al supervisor o vaya usted a saber a qué superior autoridad, que la escuela, el control y la “indocencia” siguen: ¿cuál es la muestra de todas las muestras? Las tareas.
En mala hora hemos confundido al sistema educativo del país con el sistema escolar. De ello deriva que los signos de continuidad de la forma escuela sean predominantes: la clase cucha, la tarea abundante y el libro como muleta, sin el que no se puede andar. Educan los medios, las conversaciones, el aburrimiento, el miedo porque se llevaron al abuelo al hospital, dibujar, cantar o jugar canicas y saltar la cuerda, lavarse las manos bien y aprender a hacer arroz. Ocurren excepciones: hay docentes que tapan a la tarea con propuestas de actividades atractivas, pocas, bien pensadas, diversas y que, en su lógica apasionante, tal vez ocupen más horas de las que amontonan las tareas que atolondran. Estos días desnudaron la noción social mayoritaria de la escuela y la de sus funciones.
Creo que la sociedad, y sobre todo el gremio, tenemos que repensar que la escuela es parte de la educación, pero la educación es mucho más amplia que la escuela atareada emitiendo tareas, acumulando deberes. Abuelo, hacemos lo mismo que en la escuela, no más que es peor: sin recreo y sin amigos. Deja de quejarte ya y ponte a hacer la tarea.