Vivimos tiempos extraños: el signo más contundente de la solidaridad es juntarnos. Así pasa ante la muerte, la alegría, la coincidencia en unos colores de camiseta que juegan contra otros lo que sea; no hay metro y medio que valga para jugar dominó y escuchar el sonar de las fichas, ni se puede ver, hoy, una cascarita en la calle o en un baldío. Lo nuestro es, en el arrime, mirar el fuego, comer en bola, o con alguien, o a solas pero viendo a otras mesas donde, anexos, se habla o se mira el celular. Nos juntamos para exigir, reclamar, algo que nos parezca justo y sentir que si la calle está llena, y “no somos uno, no somos cien, prensa vendida cuéntanos bien”, tenemos fuerza, las cosas cambiarán y para bien: seguro, ¿no ves que somos un buti? (gente joven, esa palabra se usaba para decir que éramos un buen: hartos).
Aprendemos, o tratamos de lograrlo, en conjuntos: salón, escuela, prepa, universidad. Viajamos cerquita aunque vayamos lejos, en el ADO, el Flecha Amarilla o un avión, y nos afana llegar al trabajo para estar con otros y ser nosotras. En los entierros hacemos grupo: a los que les duele que alguien se vaya y perdamos, para siempre, su mirada. Un mercado vacío no es concebible, pues coincidimos en la compra de verduras, chelas, queso de bola, flores o quesadillas. Nos empujamos en el metro o el micro, en el RTP y en el chimeco.
Si tenemos algún dios, hay que pedirle, reclamarle o darle las gracias en grupo, un día por ley o varios, eso depende. Cuando nos hallamos con alguien que no vemos hace tiempo, añísimos, el abrazo es como el hambre: urge, y decirle, de cerca, que no ha cambiado nada, que está igual, que los años no nos pasan: se nos quedan, y reímos cuando sale el ineludible: “te acuerdas…”: es un recuerdo compartido de lo que se vivió al mismo tiempo y nos marcó.
Se peregrina para ir a La Villa, y el día de San Juditas se tiene que cerrar Reforma porque no cabemos de tanto y tanto costal a la espalda con causas difíciles y desesperadas. La sinagoga, la mezquita o el grupo de gente agnóstica, andan buscando arrimo, para no estar a solas frente a esto, “el olvidado asombro de estar vivos”, como decía Paz, que un día, o una noche infausta, se nos termine si no queremos irnos ya por el dolor o la pesadumbre. Si todavía hay recuerdos, cuerpos, sonrisas o libros de los que asirse.
En realidad, lo nuestro, así, lo nuestro, es buscar andar para uncir la vida con otra, nuestra tristeza con otras, nuestro querer con quien nos quiera querer. Ir a otra casa, o dejar entrar a la nuestra a un grupo, una pareja, a un montón más quien se cuele y que se sienten en las sillas para comer, a veces, un guiso que no hicimos pero igual nos junta, y bailar a contiguos brincos o saborear las pegaditas.
Buena parte de la escuela sirve, si sirve, para saber vivir y respetar a semejantes en mucho, y diferentes en más: comen de otro modo, le rezan a un dios ajeno, o viven la ajenidad de lo divino sin dejar de andar en las proximidades de la vida frágil.
Ahora, la solidaridad es separarse para que un bicho no prospere en su afán de lastimarnos. Ese virus exige linderos, sí, mas solo a quienes pueden vivir sin cobrar el día, sin la venta de elotes a cada vez menos, lamentando que haya pocas manos pagando una necesaria torta de tamal o chilaquiles. Hay que aislarse pero si hasta en los peseros hay rutas, la desigualdad social, el virus viejo que como el de ahora parece invisible, permite ejercer la solidaridad del aislamiento a un sector pequeño de la sociedad, mientras a la mayoría no le falta sentido solidario, no, lo que no acabalan es con qué quedarse en casa sin salir por el dinero. Y tampoco a los que, si nos toca, nos cuidarán exhaustos. Así.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de
El Colegio de México
@ManuelGilAnton