“La seño Aurora era estricta y a las mamás les gustaba, pero a nosotros no; no nos daba tiempo para un respiro. Nadie podía salir al baño, aprendimos a disciplinar el cuerpo, a no tomar agua o refresco antes de la clase e ir a la casita antes de entrar al salón. Los alumnos de mi grupo y yo éramos los más tristes de toda la escuela, casi no jugábamos en el patio a la hora del recreo. A pesar de ello, nos las ingeniábamos para, de vez en cuando, hacer un chiste a costa de la seño o de algún compañero y gozar un poco”.
Ayer, en mi sesión con estudiantes del Tronco Interdivisional, alumnos de primer ingreso a la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, debatimos la historia de la seño Aurora. Ella era la profe de niños que cursaban el tercero de primaria, en 1955, en Durango.
Puse la descripción preliminar en dos párrafos:
“Mis registros de la maestra Aurora son imperecederos. Me acuerdo de su figura por su espalda ancha, pues escribía mucho en el pizarrón, su gesto áspero, su hablar pausado, pero con volumen, y su caminar lento, por entre los pupitres, como torero en el paseíllo, cuando dictaba un sumario que teníamos que escribir y memorizar. Dictaba los resúmenes con voz clara y pausada; no tenía notas, pero nunca se equivocaba en nada. Se sabía todas las fechas y nombres que hiciera falta. Su entonación era correcta y firme. Tengo la impresión de que, si ya hubiéramos sabido, no tendríamos necesidad de que nos dijera coma o punto y seguido. El cierre de sus dictados siempre era el mismo: hasta aquí llegamos hoy. Para mañana…
“La seño Aurora era una maestra dedicada, trabajadora como pocas y por eso las mamás la apreciaban y querían que sus hijos tomaran clase con ella; sabía lo que quería de sus alumnos, laboraba con nosotros mañana y tarde, revisaba con cuidado cada línea que escribíamos y marcaba en un círculo cada falta de ortografía o error tipográfico (de ella adquirí el hábito de leer con un lápiz rojo en la mano los trabajos de mis alumnos). Examinaba cada una de las operaciones de aritmética que nos encargaba de tarea de un día para otro, con el rojo indicaba las fallas y con el azul ponía la calificación”.
Empero, también era autoritaria. Concebía a la escuela como una institución donde todo el mundo debería estar “ordenadito” y en su lugar. Aventaba el borrador, daba reglazos en las manos a quienes tenían faltas de ortografía, coscorrones a quienes levantaban la voz, mandaba al rincón a quien no respondía a una pregunta y quien no entregaba la tarea que había encargado el día anterior se arriesgaba a sufrir una pena corporal y un regaño severo.
La parte central, que corresponde a la escuela disciplinaria (urbana y elitista para las clases medias) del régimen de la Revolución Mexicana describe el actuar de aquella maestra en el aula:
“La seño Aurora era estricta y a las mamás les gustaba, pero a nosotros no; no nos daba tiempo para un respiro. Nadie podía salir al baño, aprendimos a disciplinar el cuerpo, a no tomar agua o refresco antes de la clase e ir a la casita antes de entrar al salón. Los alumnos de mi grupo y yo éramos los más tristes de toda la escuela, casi no jugábamos en el patio a la hora del recreo. A pesar de ello, nos las ingeniábamos para, de vez en cuando, hacer un chiste a costa de la seño o de algún compañero y gozar un poco. Muchos nos quedábamos en el aula completando la tarea y otros castigados, algunos nada más porque habían sonreído y no pudieron explicar por qué. Pero también éramos los mejores. En los concursos internos a veces calificábamos arriba de los de cuarto y quinto para resolver problemas de aritmética. En los concursos de enero que organizaba la directora, mi grupo sacó el primer lugar en matemáticas, historia y ortografía. La motivación para sobresalir era fuerte: si no lo hacíamos, la seño Aurora se enojaba”.
El exceso que narra esa historia es que la seño Aurora le rompió la nariz al niño más aplicado porque se rebeló en contra de ella. La mamá de ese chamaco la apoyó: “¡Aquí se lo dejo, apriétele! ¡Dele duro, para que aprenda!”.
La mayoría de mis alumnos son posmillennials (nacieron después de 1995), vivieron en otro ambiente social y pasaron por otro tipo de relaciones escolares. Les parece casi imposible que una mamá no defendiera a su hijo de una agresión y prefiriera a la maestra por sobre él.
Pedí a los estudiantes que escribieran una moraleja de la historia. Una: “Los tiempos cambian. Hoy los alumnos golpean a las maestras”. Otro sesgo de la violencia escolar.