No hago etnografía, no soy antropólogo. Mi campo de trabajo es diferente; no tengo entrenamiento para observar con paciencia. Pero sí visito planteles, charlo con docentes y con alumnos. De esos ejercicios extraigo enseñanzas que luego aplico en mis trabajos sobre política educativa.
El 26 de noviembre asistí a la escuela primaria Mitsuke, en Nagoya, no muy lejos del campus. Mi colega, Yuki Shimazu, fue mi guía y traductora. Me interesaba observar a niños y maestros en las actividades que hacen después del horario escolar. Los pequeños efectúan labores en ésta y casi todas las escuelas de Japón. Faena que, además, ofrece a maestros jubilados la oportunidad de seguir activos.
Las clases de primaria terminan a las 4:00 p.m. Pero en muchos hogares los padres trabajan y no pueden recoger a sus retoños al final de la jornada. Para el 58% del alumnado, la escuela organiza juegos y clubes donde practican arte, realizan actividades físicas, tareas escolares o trabajos manuales (caligrafía y origami). El otoño de acá es frío, así que los afanes deportivos se hacen bajo techo.
Pueden durar hasta las 6:00 de la tarde.
Observé a un grupo de niñas y niños brincando la cuerda, pero no era nada más dar el brinquito mientras la curva vuela por encima de la cabeza.
La operación era en equipo, ensayaban alguna coreografía, con acrobacias y dos cuerdas largas en movimientos opuestos. Reparé que la labor integraba diseño intelectual, acción física y expresión artística.
Estuve un buen rato en la sala de música. Allí, cuatro grupos donde se reúnen niños y niñas de cualquier grado practicaban sobre el koto. Es un instrumento de cuerdas sobre una tarima hueca, parecida al armazón del arpa, pero más amplia. Se tira en el suelo y los ejecutantes están hincados sobre tapetes, usan vitelas en los dedos pulgar y cordial.
Primero ensayaron, cada uno o en parejas, bajo la tutela de una de las tres maestras y luego llegó el concierto. Todo el grupo se aplicó y tocaron una melodía tradicional japonesa. Me informaron que, aunque lo hacen en cada sesión, esa vez fue para mostrar sus virtudes a un visitante extranjero.
En otro salón, los alumnos jugaban con piezas de logo y otro juego similar japonés. Vi el final de la construcción de una torre y una grúa, que luego tuvieron que deshacer para guardar, con cuidado y esmero, cada una de las piezas. Otros niños leían cuentos o hacían alguna tarea.
Esas actividades extraescolares refuerzan el trabajo que hacen los maestros en las aulas, apoyan en la adquisición de habilidades, formas de colaboración y a la vez vigorizan la personalidad de cada uno.
Contribuyen a la formación del carácter.
El director de esos afanes es un maestro jubilado, al igual que las maestras de koto y algunos más. Se apoyan en estudiantes, futuros docentes, de universidades de la ciudad que trabajan como voluntarios.
Es un servicio educativo y un beneficio social. Los niños aprenden mejor con prácticas lúdicas, despiertan su interés en artes o deportes, apoyan el espíritu y el cuerpo e incrementan su potencial para, en el futuro, ser ciudadanos responsables y trabajadores productivos.
El trabajo después del horario escolar implica que los niños pasen más horas en la escuela, no estén solos en casa ni vaguen por calles y parques. Además, auxilia a las familias que no pueden pagar para que sus vástagos asistan al juku privado, que son escuelas que ofrecen cursos extras.
Las hay de todo, académicas, como el Kumon (matemáticas) y el Tumon (lenguas extranjeras), deportes (kendo, en especial), música o gastronomía.
Por supuesto que esa labor cuesta —no mucho— pero es apreciada por la sociedad.
Los gastos de la escuela Mitsuke, los cubre el gobierno de la ciudad, pero son bajos, pues los docentes retirados cobran poco y a los voluntarios se les apoya con un pequeño subsidio para trasporte.
Esto no es comparable con lo que hacemos en México. Menos aún, cuando la Cuarta Transformación cierra las escuelas de tiempo completo.