Era 1984. Asistíamos a la bienvenida en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. En el grupo al que me asocié no más los vi – luego llamado el Bronx – había ilusión, ganas de aprender y alegría de haber podido entrar a la maestría.
El director y algunos profesores tomaron la palabra: “están en una institución de alta calidad académica, por lo que la exigencia será muy alta. Tan es así que, en cada promoción, hay estudiantes que se van, por no aguantar la presión necesaria para lograr la excelencia. Incluso han tenido que recurrir a hospitales o servicios de salud mental. Este programa no es para cualquiera, así que ojalá no les toque ser de ese grupo de desertores. De ustedes depende”.
¿Cómo pueden estar orgullosos, y dar como muestra de calidad, que le revientan la salud y el equilibrio emocional a varios? Están mal. No ven que es una relación: uno puede no estar dispuesto a leer y escribir sin cesar y sin pensar demasiado, pero hay otro lado: la acción de las profesoras y los maestros juega, y no poco.
Varios docentes fueron extraordinarios, pero los más jóvenes – ¿como venganza del trato similar recibido? – y algunos viejos frustrados, se complacían en la burla, el desprecio y la tarea imposible de leer seis libros para pasado mañana.
No hicimos caso. El Bronx improvisó una cancha de volibol en que hubo juegos extraordinarios, y había una mesa de ping-pong. Alegría, preparación necesaria para una cerveza. Eran de antología los juegos entre el profesor Cortés y Don Anselmo.
Mientras, un buen grupo de alumnos leía, leía y leía sin pausa y con prisa. Nosotros dividíamos las lecturas, y era compromiso serio hacer la que nos tocaba muy bien, para explicarla a los demás. Con esa guía, una lectura más tranquila, adecuada y bien orientada, era factible.
Un día no llegó una compañera. Faltó varias veces. La echaron del programa y requirió apoyo psiquiátrico. Lo lamentable es que las autoridades, y ciertos maestros, tomaron su caso como signo de la calidad de los estudios: “¿ya ven? Se los dijimos”.
En el COLMEX hay una forma genial de referir al efecto de la pedagogía basada en el miedo: el síndrome de Estocolmex. En una sesión del Consejo Académico, un señor que cobra como profesor, dijo que el día en que no se diera de baja inmediata a quien reprobara una materia, se acabaría la calidad académica de El Colegio. ¿De eso depende la calidad? No. Ahí se amarra el miedo.
Ahora, el suicidio de una estudiante del ITAM se asocia a este tipo de ethos. No hay manera de reducir un hecho tan complejo a la sola exigencia Itamita para ser (a)probado, las actitudes insolentes desde la tarima y la competencia feroz entre estudiantes. Quizá haya lugar, propongo, a considerar que este ambiente institucional, tóxico, puede ser un factor causal que engarza con otros que conducen al dolor, a la impotencia y la angustia. No al conocimiento.
Especialistas de la talla de Pink Floyd, nos señalan como “otro ladrillo en la pared” y exigen que no haya más sarcasmo en las aulas. Hay, sin duda, que trabajar y fuerte para avanzar en el conocimiento, pero no a cualquier costo.
Cuando quien me ha solicitado que dirija su tesis llega insomne porque no avanza, le recomiendo una novela, que vaya al teatro, juegue dominó o vea una serie el fin de semana. Es obligatorio. Doy fe que luego se desatoran los nudos más enredados.
La pedagogía del terror produce altos guarismos y vanaglorias que el mercado, ciego, compra caro. Es vengativa y cruel. Hay otro sendero: el vínculo para aprender, y el trabajo que implica, cansa, pero no ahorca. Entusiasma aunque se duerma poco a veces, pero luego a pierna suelta luego de bailar salsa. Por ahí va la vida, y el saber que vale.
@ManuelGilAnton