Jennifer O’Donoghue
Los resultados del Programa Internacional de Evaluación de los Alumnos (PISA por sus siglas en inglés) 2018 reflejan un sistema educativo que sigue siendo excluyente: cerca de la mitad de las y los estudiantes en México no tienen aprendizajes suficientes en ciencia ni lectura, y más de la mitad en matemáticas, para poder participar plenamente en la sociedad. Y así ha sido desde el año 2000. Mientras otros países en la región han avanzado – destacan Colombia y Perú –, México está estancado, sin cambios importantes desde hace casi dos décadas.
¿Por qué estamos así?
Primero, porque nos ha faltado continuidad. Hemos atestiguado, desde hace décadas, la tendencia de “borrón y cuenta nueva” de cada administración, una tendencia que no deja siquiera implementar bien lo nuevo antes de pasar a lo que sigue. “Reinventamos” sin aprender de lo que ya hemos hecho.
Segundo, tomamos decisiones, establecimos prioridades y desarrollamos políticas sin base en, o incluso a espaldas de, la evidencia. El recorte de 52% al Programa de Escuelas de Tiempo Completo aprobado para 2020 es un caso reciente paradigmático de esto, pero ejemplos sobran a lo largo de las últimas décadas. Tomamos decisiones para después buscar justificarlas.
Tercero, seguimos sin apoyar a los actores que están al centro del proyecto educativo, las y los maestros, directivos, asesores y supervisores, estudiantes y sus familias, así como funcionarios en las secretarías de educación estatales. Aumentamos las aspiraciones y las exigencias con reformas desde arriba, sin asegurar que los actores locales tengan lo necesario para ser los agentes que impulsen cambios reales en actitudes, prácticas y, sí, resultados, desde las escuelas.
Y cuarto, estos resultados reflejan la falta de compromiso real con la inclusión y la equidad. La inclusión es transversal, es (o no es) el sistema en sí, no un programa subfinanciado, como el de educación especial, indígena o para migrantes; requiere priorizar, para empezar, el desarrollo en la primera infancia, la formación inicial y continua docente, y los apoyos a las comunidades escolares en los contextos más olvidados. ¿Cómo sería nuestro sistema educativo – y nuestros resultados – si el punto de partida para el diseño de cualquier política o programa fuera la escuela rural, multigrado, a cinco horas de la cabecera municipal? No llegamos a estos contextos porque diseñamos políticas para funcionar en dónde es más “fácil”.
Ojalá esta vez sí reaccionemos con seriedad frente a lo que PISA refleja: una deuda histórica con las niñas, niños y jóvenes en el país. Ojalá esta vez sí ocurra algo realmente diferente, transformador, políticas y estrategias diseñadas para llegar, apoyar y catalizar la transformación que cada comunidad escolar necesite. Para hacer esto, tenemos que entender a PISA – y a otras herramientas de evaluación – como una oportunidad de aprendizaje que nos permite identificar barreras, impulsar la continuidad de lo que sí funciona, retroalimentar a las comunidades escolares y tomar mejores decisiones en todos los niveles del sistema.
La evaluación puede ser un poderoso vehículo para promover el derecho a la educación; queda en nuestras manos asegurar que así sea.