Por más que quise, nunca se me dio escribir calaveras, pero disfrutaba las que compañeros de los años de secundaria y prepa escribían —las publicaban en periódicos estudiantiles de corta vida— para mofarnos de nosotros mismos.
Hoy le llamaríamos bullying emocional. Algunas eran crueles, hacían referencia al apodo peyorativo (Burro, Coyote cojo, Perro o La gallina, La araña y La loca, todos varones). Otras divertidas, que también vinculaban al mote, aunque éste provenía de alguna característica particular (Palillo, por flaco, Panseco, por gordo, Clavo, por delgado y cabezón, Terco, por obvias razones). Y otras más para quienes tenían sobrenombres que, aunque aludían a la zoología (Lobo, Tigre, León, Dragón), sus poseedores los portaban con orgullo. Contrario a los que cargaban alias vejatorios, pero se habían habituado a sobrellevarlos (Cara de caballo, Lagartija, Barbero, Tacaño). O los Ladrones, tres hermanos que se apellidaban Ladrón de Guevara.
No recuerdo si alguna vez les dedicaron calaveras, pero había dos amigos inseparables, uno alto y fornido, el otro enclenque, eran el Malandro y el Malandrín. El asunto es que los apodos no reflejaban sus conductas, los dos eran buenos chavos, amables y sonrientes. Lo que pasa es que a Beto, el Malandrín, su abuela le puso el apodo en casa por travieso e inquieto, se le quedó al menos hasta que terminó su licenciatura. El del Malandro llegó por asociación.
La tradición de las calaveras es de larga data; hoy inundan las redes sociales, la imaginación sigue haciendo de las suyas. Nos burlamos de la vida y de la muerte, hacemos mofa de nuestras desgracias y desfogamos un poco la ansiedad de los días.
Nací y crecí en Durango. Allá el culto a la muerte no es tan profundo como en Oaxaca o Michoacán, ni siquiera como en la Ciudad de México. Conocí un altar de muertos hasta 1972, cuando estudiaba una especialización en la capital. Claro, el 2 de noviembre visitábamos el panteón —tal vez sea el único día del año que se limpian ciertas tumbas—, llevábamos flores y rezábamos a nuestros difuntos. Pero, aún ahora, no es la gran festividad, nada parecido a la Noche de Ánimas, de Pátzcuaro, por ejemplo.
Las tradiciones evolucionan. Para muchos, el 2 de noviembre —o la Semana Santa— no es un día de guardar, es de recreo, para hacer puente y abandonar la rutina. Pero otros conservan la usanza de sus ancestros, les rezan, comen con ellos y los velan toda la noche.
En una charla que tuve en el 2000, en una Conferencia del Centro Rockefeller de Bellagio, una antropóloga cultural canadiense, Kristin Norget, quien escribió su tesis de doctorado sobre el culto a la muerte en Oaxaca, me comentó que esa tradición era un sincretismo que venía desde los tiempos de la colonia, que era cultural y religiosa. Pero que ya había otro sincretismo, éste entre la leyenda y el capitalismo. Hoy las calaveras significan dinero.
Como notarán mis lectores, hoy me agarró la informalidad.