Pedro Flores-Crespo*
Como profesor de teoría social en la universidad, no en pocas ocasiones he pasado problemas al tratar de enseñarle a los jóvenes qué cosas puede explicar (y qué no) la cultura, el contexto, o la “estructura social”.
Es común que cuando queremos explicar porqué persisten fenómenos tan complejos como la corrupción, la violencia o el mal hábito del otro, apelemos rápidamente a la “cultura”. Ejemplo de ello es la sentencia que reza que “como hemos vivido bajo una cultura política autoritaria, en México no podemos participar razonadamente en los asuntos públicos”. Pero, ¿será verdad que la “cultura” determina invariablemente todas nuestras acciones? ¿Y quién hace entonces la “cultura”? ¿Nos es impuesta al nacer? ¿Es algo biológicamente heredado?
Para salir de estas “confusiones didácticas”, sirve leer el libro de José Antonio Marina y Javier Rambaud intitulado, Biografía de la humanidad. Historia de la evolución de las culturas (Paidós, 2019). La cultura, para estos dos autores, no solo es una muestra de museo o algo ajeno a nosotros, sino “el modo humano de vivir”. Este modo, dicen, es producto de una evolución de siglos en los cuales nos hemos constituido por medio de la acción y por muchas otras fuentes simbólicas, imaginativas y psicológicas como “animales espirituales”. “Nuestra naturaleza”, reafirman Marina y Rambaud, “nos impulsa a crear cultura y, al hacerlo, nos recreamos”.
Si esto es verdad, entonces hay buenas razones para no caer en fatalismos y repensar cómo se han combatido de manera eficiente y aminorado fenómenos tan negativos como la corrupción, la violencia o la desigualdad.
Citando a Nick Bostrom, Marina y Rambaud nos recuerdan que “todos los seres humanos” enfrentamos los mismos problemas, “pero cada cultura los resuelve a su manera” y esto hace que “por muy diferentes que sean, todas las culturas resulten comprensibles”.
Esto es otra lección que recojo del libro: hay problemas comunes que las diversas culturas (afgana, mexicana, china, italiana, o estadounidense) enfrentamos de manera distinta pero que, agregaría, algunas han sido más eficientes que otras para resolverlos.
Esta valoración de culturas aparece muy tímidamente en el libro de Marina y Rambaud. De hecho, creo que en ocasiones los autores coquetean con cierto relativismo cultural cuando su erudito repaso histórico muestra que hay culturas que son más “eficientes” que otras para liberarse de la “pobreza, de la ignorancia, del dogmatismo, del miedo al poder y del odio al prójimo” y entonces encaminarse más firmemente hacia lo que ellos mismos denominan como “felicidad objetiva”.
Juzgar una cultura por sus resultados en términos de desarrollo humano más que por la posición que tenemos dentro de ella, es otro desafío que algunos profesores debemos enfrentar sin miedo a que alguien nos califique apresuradamente de etnocentristas o de sentirnos “superiores” culturalmente hablando.
Creo que el libro de Marina y Rambaud ayuda a tratar a este punto con inteligencia, pues recuerda que la resolución de los problemas comunes no está libre de problemas y contradicciones y esto aplica para cualquier cultura. Los seres humanos buscamos “desesperadamente la paz para, desde ella, comenzar una nueva guerra. La tensión, rematan los autores “nos angustia, pero la falta de tensión nos aburre”. Esta búsqueda de sentido netamente humano nos aleja de los finales “felices” como de telenovela o cuento de Disney.
Ante la paradoja de buscar el bien para luego caer posiblemente en algo opuesto, los autores de Biografía de la humanidad también nos ayudan a ser más conscientes de nuestras potencialidades y limitaciones humanas. Con la “misma objetividad” que nos definen “las obras de arte” también lo hacen los “instrumentos de tortura”. Fallar y retroceder es también una posibilidad de cualquier cultura.
De hecho, Marina y Rambaud hacen un valioso y repito, erudito repaso histórico para mostrar que, por ejemplo, China en el siglo seis “contaba con el mayor nivel de desarrollo social del mundo”, el cual estaba fundado en el mérito y en una movilidad social “sin precedentes” para luego, en cierto periodo histórico, perderlo. ¿Por qué? ¿Qué tuvo que la ver la cultura con esto? ¿Cómo evolucionó China en todo este tiempo para volver, en el siglo veintiuno, a tratar de recuperar un lugar prioritario a nivel global?
Igual de interesante es saber que en el siglo dieciséis, según Marina y Rambaud, Oriente adelantaba a Occidente a pesar del “Renacimiento europeo” y según estos autores, había muy “pocos indicios” de que el segundo podía rebasar al primero. ¿Y qué pasó entonces? ¿Por qué occidente experimentó, en el siglo veinte, un modelo de bienestar mucho más generalizado que en oriente?
Las respuestas no son fáciles de encontrar, pero Marina y Rambaud ponen una base al hacer un repaso muy didáctico de siglos de esfuerzos, tensiones y contradicciones. Esto ayuda para poner a la cultura en su lugar. Sin sobre dimensionarla pero reconociendo su gran valor e importancia para desarrollarnos humana y socialmente. Por cierto, en este sentido, los autores remarcan que la educación es una de las “grandes fuerzas evolutivas de la humanidad”. La capacidad de aprender, dicen, “impulsó la aparición de nuestra especie, que sobrevivirá mientras continúe aprendiendo”. Otra lección que vale la pena recordar en esta breve carta al joven universitario.
*Profesor visitante en la Universidad de Harvard e investigador de la Universidad Autónoma de Querétaro (FCPyS)
Twitter @flores_crespo