No obstante que el presidente López Obrador lanzó la iniciativa de contrarreforma educativa –que luego devino en una reforma de la reforma– desde el 12 de diciembre, los nudos en el Congreso tardan en desatarse.
Las negociaciones con la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) –también con las demás facciones del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y otros actores, aunque menos intensas– coronaron la enmienda constitucional el 15 de mayo. La búsqueda de precisión en la abultada retórica en el artículo 3º pospone el entramado de las leyes para el Organismo para la Mejora Continua de la Educación, la del Sistema para la Carrera de los Maestros (que quién sabe cómo se llamará al final) y modificaciones a la Ley General de Educación. Además, las consignas que el Presidente lanza con frecuencia, como eliminar al Instituto Nacional de Infraestructura Física Educativa (Inifed), provocan aprensión en los legisladores.
Cierto, hubo foros de consulta organizados por diputados, senadores, la Secretaría de Educación Pública (SEP) y la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (Anuies). Hubo ponencias en serie, presentadas por la facción que lidera Alfonso Cepeda Salas, reclamos ruidosos de grupos de maestros disidentes, apuntes de dirigentes de instituciones de educación superior públicas –preocupados al por mayor– y reflexiones de docentes de base y académicos. Pero la línea que tiraba –tira– el Presidente es la narrativa preponderante y tal vez prevalezca en las nuevas leyes, Morena y aliados hacen mayoría.
Observo dos conceptos en conflicto –en sentido estricto no deberían estar encontrados, pero la realidad es terca–: bienestar y excelencia. El primero incluye los símbolos preferidos del Presidente: equidad, igualdad, salud, fomento a la lectura, valores humanistas (recordar la Cartilla moral de Alfonso Reyes) y enfoques regionales en la enseñanza para zonas indígenas y rurales.
El segundo, comprende lo mismo que todas las reformas de orientación neoliberal que pululan por el mundo: calidad –aunque la palabra se haya proscrito del artículo 3º– eficacia, eficiencia y aprendizaje.
Estos dos preceptos no sólo tienen que empaquetarse en leyes, sino también en dispositivos pedagógicos para que los docentes se apliquen y los pongan en práctica. Y vamos otra vez al núcleo: el magisterio. Sobre este actor preponderante recaerá de nuevo la responsabilidad de llevar a puerto las iniciativas. Así fue en todas las reformas del pasado y seguirá siendo en la presente.
Tal fijación no es arbitraria. Las reformas que han tenido éxito –la más reciente en México fue la que impulsó Jaime Torres Bodet tras el derrumbe de la educación socialista– es porque llegaron al salón de clase y los maestros hicieron suyos sus postulados. Pero no fue de inmediato. Torres Bodet lanzó la señal de cambio en 1944 y tuvo que regresar a la jefatura de la Secretaría de Educación Pública 14 años después para consolidar los principios y ejecutar las obras sobresalientes.
Hoy la narrativa del Presidente y sus seguidores en la SEP y Morena privilegian al maestro y al normalismo, les echan flores. Pero al mismo tiempo le cargan la responsabilidad. Si no hay frutos en cinco años, de nuevo, de ser considerados héroes se les acusará del fracaso.
En Estados Unidos tienen un dicho para calificar a quienes cumplen: “pone su dinero donde puso sus palabras”. Las leyes secundarias que vienen dibujarán un panorama amable, hasta donde se pueda, elogiará la labor de los maestros y refrendará la retórica presidencial. Pero el corpus verdadero vendrá en la Ley de Coordinación Fiscal y los presupuestos anuales para la educación.
Una reforma triunfante cuesta mucho tiempo, esfuerzo y recursos. Me temo que el enemigo principal de la reforma del presidente López Obrador será la austeridad republicana, aunque al final, la culpa se les endorsará al neoliberalismo y a herencias del pasado. Los maestros serán de nuevo culpables y víctimas. Las leyes podrán cambiarse de nuevo.