La docencia es una profesión desgastante. Podrían decir algunos colegas de otras, de todos los oficios: ¿cuál no? Y es verdad. Pero mi ámbito es educativo, y me referiré al maestro, a la educadora, porque son los territorios familiares.
Educar implica un desgaste emocional y físico. Estar parado en un salón de clase durante cinco, seis, ocho o más horas diario no es un homenaje a la pereza. Hacerlo con extrema atención, cuidando todos los ángulos del aula, dirigiendo las actividades, explicando, orientando, respondiendo preguntas, implica una descarga considerable de energía. Las emociones no cesan tampoco. Repetirlo el lunes, martes… viernes, durante 18 semanas o 200 días al año, con niños de 4 años o adolescentes de 20, es tarea de extraordinaria complejidad.
No conozco estadísticas en México, pero Francesco Tonucci, excelso educador italiano, afirma en sus conferencias que las enfermedades producidas por la docencia colocan a los maestros entre los grupos más poblados en hospitales psiquiátricos.
La docencia produce dos tipos de cansancio, leí hace muchos años. Uno es el cansancio mortífero, que aniquila energías, que produce sensación de desesperanza e irrelevancia.
Es el cansancio estéril, de quienes lamentan la llegada del domingo, y esperan felices al viernes, para despojarse de la mochila y olvidarse de tareas y estudiantes. El otro es el cansancio de las reuniones fructíferas, de las complicidades productivas, de los acuerdos cumplidos, de los objetivos que desafían al profesional y a la persona, el cansancio que naturalmente desgasta, pero no aniquila, que desafía y revitaliza.
Los maestros nos vamos a cansar siempre, es una conclusión casi unánime. Digo casi, porque tal vez haya quienes afirmen lo contrario. Entonces, podemos elegir: ¿qué tipo de cansancio nos hará volver a casa cada mañana o tarde? El que nos obliga a renegar de cada paso, de las preguntas de los estudiantes y las reuniones del director, o el de quienes, sin olvidar las adversidades del oficio, entienden que la docencia es una profesión de enorme responsabilidad social y que entraña, sobre todo, pasión.
Entender la docencia de esa segunda manera implica asumirla como actitud vital. La lección es vieja: los pesimistas, dijo Fernando Savater, puede ser buenos domadores, pero nunca buenos educadores.
La docencia, no dudo, es una responsabilidad social, una actitud vital y un privilegio, aunque nos cansemos en cada jornada. Quien lo dude, busque otra forma de vida. Los alumnos lo agradecerán.