Desde sus orígenes, tal vez desde los griegos o un poco antes, la educación ha servido para colocar a la gente, no donde las personas necesitan estar, sino en el lugar que la sociedad le va asignando a cada quien; de esta manera algunas personas quedan incluidas e insertadas en el sistema pero algunas otras no.
Fue Emilio Durkheim el creador de la categoría de anomia que sirvió para colocar a la gente que desde una mirada de mayoría o de consenso puede definirse como anormal debido a que está afuera de los márgenes de lo aceptado o lo permitido.
Con el paso de los años de repente nos hemos dado cuenta que vivimos en un sociedad profundamente diversa, plural y con profundas asimetrías en el terreno económico, político y cultural que se concretan al final en lo educativo. En este mundo diverso siguen existiendo personas que tienen dificultades para colocarse en un mejor lugar o en una mejor posición cultural; la injusticia social y educativa se recarga de peor manera con personas que socialmente no son bien vistas, los indígenas, los pobres, la gente de color, los discapacitados, en la mayoría de los casos quedan afuera de los márgenes de actuación o inclusión, el mecanismo siempre funciona igual, siempre habrá personas que se incluyan y otras que queden fuera.
Estas perversiones validados o legitimadas desde quién sabe qué lugar son reproducidas por los sujetos que están en el sistema, ellos o ellas hacen lo que aprendieron y lo que les ordenan otros. Es decir, a excluir, a marginar a segregar; a las otras personas que hacen lo contrario y lo han logrado debido a la formación o al desarrollo de mecanismos de disposición que les han permitió pensar y conocer que la sociedad diversa puede y debe tener espacios para todos.
La vieja consigna zapatista, “es necesario crear un mundo en donde quepan todos los unos” es profundamente incluyente, sin embargo es necesario pasar de la frase de cliché a las a acciones de todos los días.
En todo esto, la escuela se torna en un espacio privilegiado de encuentros y desencuentros, de adhesiones y rupturas, de filiaciones y rechazos; la escuela es (después de la familia) el mejor espacio para socializar y para que los sujetos establezcan las primeras vinculaciones sociales que sedimentan para toda su vida.
La escuela sin embargo aun a pesar de todas las bondades que ha acumulado a lo largo de la historia, ha cometido un doble error que pesa mucho en el desarrollo de los sujetos: esa visión normalizadora de que todos los sujetos son iguales y deben rendir por igual y la otra esa visión idílica que hegemoniza una visión cultural de la realidad en la que predominan y se reproducen con relativa facilidad, patrones estereotipos, e imágenes que están distorsionado lo que somos a partir de lo que hemos sido y a lo que aspiramos ser.
Tanto para los hombres como para las mujeres, las diferencias de género que son tan importantes en los procesos educativas en muchos espacios pasan a segundo plano, porque no se respetan o no se tornan en temas de abordaje en el proceso educativo concreto del aula concreta y del día a día a lado de docentes y compañeros de aula.
La idea consiste ahora en flexibilizar el lente pedagógico para mirar de igual manera flexible lo que en realidad es complejo, diverso y multifactorial. Para ello necesitamos una pedagogía para las diversidades y las alteridades, es decir una nueva pedagogía que se traduzca en muchas pedagogías que se conecte con los sujetos, con las comunidades, con los pueblos, con los grupos marginados, etc. Una pedagogía para todos y todas en donde todos y todas sean una particularidad y no una generalidad.