La incierta situación que se vive en cuanto a la Reforma Educativa, más allá de los vericuetos legislativos que enfrenta, tiene, a mi juicio, su origen en las características de la propuesta que el equipo de educación del presidente López Obrador elaboró, él hizo suya y la envió a la Cámara de Diputados el 12 de diciembre de 2018.
Se trató, para decirlo de manera breve, de un documento pragmático, no programático. Su orientación descansó en el cálculo de las condiciones de posibilidad para que transitara por el Congreso y, a la vez, diese cumplimiento al compromiso de campaña de abrogar la Reforma de Peña Nieto. Al parecer, sus hacedores estimaron que, al eliminar el vínculo entre evaluación y condiciones laborales, sobre todo la permanencia, contarían con el beneplácito del magisterio, y que, si en lugar del INEE se proponía un Centro para la Mejoría de la Educación, y para sustituir al Servicio Profesional Docente se postulaba un Sistema de Carrera para las maestras y los maestros, los partidos del Pacto por México (ahora minoría, aunque suficiente para impedir, aliados y con otros socios, los dos tercios de los votos necesarios), lo podrían ver con buenos ojos, dada la semejanza, la simetría estructural con las modificaciones de 2013.
De acuerdo al diccionario, es pragmático el que “piensa o actúa dando prioridad o mucha importancia a las consideraciones prácticas”. Creo que la pregunta que da sentido a la forma y fondo de la iniciativa presidencial, incluyendo sus errores, omisiones y pobreza en exponer sus motivos, fue: ¿Cómo salimos bien librados del cambio que necesitamos hacer al artículo 3º y los que amarran su cumplimiento? Se finca y emplea, como rumbo, consideraciones prácticas: es un asunto que hay que resolver. Y pronto.
El largo periodo de transición, al que se puede añadir el tiempo previo durante la campaña presidencial, no se aprovechó para generar un proyecto educativo sólido, y coherente, con la idea de que llegaría un gobierno que cambiaría no al país, sino a su Historia. Al tamaño del reto que se propone la actual administración, le correspondía un programa de transformación educativa equivalente. Es decir, una iniciativa programática: la “declaración de lo que se piensa hacer en alguna materia” y, con esto en mente, ir a las leyes que lo hagan factible.
Una cosa es hacer lo posible para que la iniciativa “pase”, y otra es que se reflejen, en el contenido y estructura de la ley, las condiciones que hagan posible alcanzar el horizonte de lo que se requiere hacer en materia educativa. Al estar ausente esta perspectiva, y predominar el corto plazo, la discusión de la Reforma tuvo, como espacio posible, el mismo telar con el que se tejió la Reforma de 2013. Hay avances, sin duda. Entre otros: el eje formativo es más fértil que la evaluación como amenaza. Que la educación se oriente al bienestar y la inclusión; que se conciba al magisterio como un agente de cambio, y no una cosa inanimada y muda a transformar desde arriba, y desconectar la evaluación de la conservación del empleo era imprescindible.
Se modifican ciertos hilos —no es menor— pero si el andamio es el mismo, más de cien días se han dedicado a realizar ajustes, limar los, impedir o procurar que permanezcan aspectos de la Reforma de 2013. No hay una nueva estructura porque sin proyecto educativo no se necesita. En 2013 se incluyeron aspectos laborales en el texto: ahora permanecen y la tensión reside en cómo expresarlos. Con Peña se introducen normas administrativas y de procedimiento, y en nuestros días también e incluso más: ¡hay una lista de materias en la Constitución!
Puede haber nuevo artículo 3º. Con avances, insisto, muy importantes.
Lo que del pragmatismo no se deriva es un proyecto educativo distinto. Hace falta. Es lo que se echa de menos.