I never lose.
I either win or learn
Nelson Rolihlahla Mandela, estadista sudafricano (1918-2013)
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) está por jugarse una importante carta en términos de credibilidad política y avance democrático.
Como sabemos, una vez enviadas las distintas iniciativas para reformar la ley en materia educativa, se deberán analizar y dictaminar en comisiones para, posteriormente, discutirse ante el Pleno de la Asamblea, votarse y en su caso, aprobarse. Este proceso ocurrirá tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores.
La pregunta que flota en el ambiente es si el dictamen de la cámara de origen – que estamos próximos a conocer – va a ser, por un lado, resultado de la pluralidad de voces que se han manifestado al respecto y por otro, aprobado bajo esa diversidad ideológica o, en cambio, habrá simplemente mayoriteo del partido en el poder (Morena) y sus aliados hacia la iniciativa presidencial.
Si esto ocurre, tendremos que cuestionar: ¿de qué sirvieron entonces los ejercicios de “parlamento abierto” o la amplia consulta que condujo Esteban Moctezuma, con apoyo de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), de agosto a octubre de 2018? ¿Fue pura simulación y derroche de recursos? Si el presidente y sus aliados en el congreso deciden irreflexivamente cómo debe ser el marco normativo para el desarrollo de la política educativa, ¿habrá algún crítico que se atreva, honestamente, a decir que la nueva “aplanadora” utilizada por la Cuarta Transformación contrasta con la que usaron los gobiernos priistas y panistas?
Dado este posible escenario, sostendría que el gobierno de AMLO vuelve a enfrentar una importante disyuntiva: o demuestra que es capaz de incorporar la crítica para sacar una reforma educativa por consenso o el modelo de gobierno voluntarista e impositivo, representado por el “me-canso-ganso”, va a regodearse. Por el bien de todos, espero lo primero. El escenario político e histórico le brinda al gobierno de López Obrador esa posibilidad. Analicémoslo.
Van casi 100 días del gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y la política educativa ha vuelto a ser sujeto de un intenso análisis, discusión y acalorado debate público. Así ocurre normalmente en la democracia. Pensar distinto, discrepar y argumentar de manera razonada y abierta son ejercicios valiosos por sí mismos pero además, útiles para propiciar la reflexión del otro, del contrario.
Aunado a la reflexión, también ha habido movilización política en forma de cabildeo, marchas, audiencias de parlamento abierto, plantones y diversos pronunciamientos con el ánimo de convencer al otro de que lo que uno cree es mejor. Pero, ¿qué nos otorga esa “autoridad” para hablar públicamente y proponer?
Los académicos diremos que la evidencia científica que producimos en nuestros estudios e investigaciones es digna de tomarse en cuenta. Las maestras y maestros quizás defiendan que su práctica y experiencia escolar es lo que cuenta primordialmente para hacer política educativa. Los representantes de las organizaciones civiles, por su parte, podrán resaltar el valor de sus proyectos y la relativa separación con el gobierno, así como el Gobierno Federal puede sostener que él tiene la “autoridad” para hacer políticas educativas por el número de votos que obtuvo en la elección.
Ciertamente, todos estos “insumos” (evidencia científica, experiencia práctica, trabajo independiente y respaldo popular) son útiles para la reconfiguración de la política pública educativa. No obstante, declarar la superioridad de uno sobre otro socava la posición de quien así lo expresa. Si los académicos pensamos que nuestras investigaciones son esa “gran luz”, caeremos en la odiada tecnocracia; si el maestro asume que lo único que cuenta es la experiencia personal, corre el riesgo de sobre simplificar la realidad, como igual lo harían las OSC y el Gobierno Federal si se asumen como voces únicas y prístinas.
Las funciones de la oposición son precisamente reconocer esa pluralidad de “insumos” que enriquecen la toma de decisión política, evitar proclamarse como la salida “única” y “superior” de los problemas sociales y entablar un diálogo abierto y razonado con el gobierno en turno para tratar de ubicarlo y hacerle ver que el poder tiene límites en virtud de la existencia del otro, de esa pluralidad de actores, creencias y situaciones que conforman la realidad concreta de México y que claramente no son sólo 30 millones de votos. ¿Estaremos todos dispuestos a entenderlo? Por el bien de todos, espero que sí. Está en nuestras manos.