La educación es un fermento activo que modela la cultura del país; en la escuela se crean rituales, se transmiten conocimientos, se forman actitudes, se desarrollan habilidades, se promueven valores, se construyen hábitos, se configuran las conductas y, en general, se enseña a pensar y a sentir.
¿Qué cultura —me pregunto— ha contribuido a formar la escuela mexicana? La misión modernizadora de la escuela ha sido incuestionable, aunque ésta ha sido presentada bajo diversas vestimentas ideológicas. El positivismo de Gabino Barreda dejó huella perdurable en el sistema educativo, principalmente en el nivel medio superior y se refleja en su orientación cientificista y enciclopédica.
El pensamiento postpositivista de Justo Sierra y el espiritualismo de la cultura de Reyes, Caso y Henríquez Ureña cristalizaron en la creación, en 1910, de la Universidad Nacional de México. Por su parte, los afanes místicos y revolucionarios de José Vasconcelos abrieron cauce a la empresa educativa más importante del siglo XX mexicano.
“Alfabeto, pan y jabón” fue la proclama que Vasconcelos hizo popular después de 1921 e ilustra el fin último que la Revolución Mexicana buscaba con su actividad educativa, a saber: incorporar a la población a los valores de la modernidad y de la civilización. La campaña educativa movilizó a millones de mexicanos y transformó gradualmente las formas de pensar, los hábitos y las costumbres de los mexicanos.
La empresa educativa de México en el siglo XX fue asombrosa en dimensiones: en 1921 había sólo 11 mil escuelas primarias; para el año 2000 el número se acercaba a 100 mil. Pero esa labor de reconstrucción de la cultura de la escuela no fue uniforme, ni completa. Fue una obra parcial con alcances definidos. Se puede decir, en verdad, que para el siglo XXI México es, en general, un país integrado a la modernidad.
Pero esa integración siguió siendo débil en el sur del país, donde numerosos grupos indígenas resistieron el avance modernizador y conservaron, vigorosas, sus propias culturas. La escolarización tuvo muchas deficiencias en los estados del sur, deficiencias que se explican principalmente por el desacuerdo que existe entre la cultura que la escuela pretende transmitir y la cultura de la población a la que se pretende educar.
El debate sobre la “cuestión indígena” ha durado casi un siglo en México, pero a estas alturas es evidente que la política de integración cultural ha fracasado y se ha convertido en un obstáculo para la unidad del país y para su desarrollo político. El dilema no es escoger entre cultura moderna o culturas indígenas. El desafío, en cambio, reside en crear espacios institucionales efectivos para que todas las culturas de México desarrollen un dialogo fecundo del que pueda emerger un México cultural y socialmente más fuerte y vigoroso. En otras palabras: ¿Cómo echar las bases para que, como dice la Constitución, México sea una nación multicultural?
El punto de partida de esta nueva empresa nacional debe ser la educación. El sistema educativo en su conjunto debe ser repensado y reorganizado para darle a las culturas indígenas el lugar que les corresponde dentro de la educación. No se trata sólo de una labor cultural, abarca también una acción social que busca darle a la educación un fundamento de equidad y de justicia que no ha tenido hasta ahora.
El presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho que “le llegó la hora al Sur de México” y eso significa que se emprenderán obras de gran calibre que buscan impulsar el desarrollo económico de esa región, pero también llegó la hora de que sus aportaciones simbólicas dejen de estar al margen y se coloquen en el corazón de nuestra cultura nacional.