El gobierno de Enrique Peña Nieto feneció en el primer minuto de ayer. Lamento que, al menos en el corto plazo, su legado se examine por las pifias, la corrupción y su falla en frenar la violencia criminal. No todas, pero buena parte de las reformas estructurales que promovió desde el 1º de diciembre de 2012, se echarán para atrás, aunque no tanto como algunos pudieran pensar. Toda reforma, más cuando toca a la Constitución, deja asientos institucionales.
No basta juzgar la Reforma Educativa por su valor intrínseco; tiene activos que la plaza pública no examinó o siquiera registró, pero que permanecerán. Mi relación con la reforma y sus promotores vino de menos a más. Con todo y que desde el comienzo me agradó el planteamiento de EPN de acabar con la herencia y venta de plazas magisteriales en su discurso del 1º de diciembre de 2012 y la apuesta de cambios plasmados en el Pacto por México, no estaba convencido de que en realidad fuera a enfrascarse en un cambio con muchos riesgos. No es poca cosa enfrentar a organizaciones corporativas, con experiencia en el ejercicio del poder y prácticas arraigadas de manipulación y control de las trayectorias de los maestros. Pensé que era la inauguración de una nueva fraseología.
Me equivoqué. Mi recelo tenía fundamentos en el pasado, el lejano y el reciente: promesas al comienzo de un gobierno, mucha labia y pocas realizaciones. Por ello, mis artículos en Excélsior y ensayos académicos de 2013 y parte de 2014 estaban cargados de escepticismo.
Escribí un par de columnas donde juzgué con severidad la actuación del primer secretario de Educación Pública, Emilio Chuayffet. Más duras fueron mis críticas —justificadas, pienso— al subsecretario de Gobernación, Luis Enrique Miranda, por las concesiones y pactos bajo la mesa que firmó con la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. También al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y al mismo presidente Peña Nieto por tolerar (si no es que ordenar) que realizaran tales contratos.
Asimismo, hice reproches al secretario Aurelio Nuño, en una pieza, por su arrogancia y, en otra, por tratar de justificar lo injustificable, concesiones que el gobernador de Oaxaca, Alejandro Murat, hizo a la sección 22. No recuerdo haber juzgado con dureza al secretario Otto Granados Roldán; le tocó cerrar cuando los astros se alinearon en contra de toda obra del gobierno que se fue.
También puse reparos a la acción de diputados y senadores; no se diga a las dirigencias del SNTE y la CNTE, más a las segundas. Y nunca percibí censura de autoridad alguna ni de líder de facciones del sindicato. Recibí mensajes en el blog de Excélsior y en mi correo personal, donde reprendían mis piezas o parte de mis juicios. Algunos, incluso, con insultos, pero no eran posturas de los jefes de las instituciones o del SNTE.
Más amonestaciones recibí cuando exponía mis puntos de vista favorables a la reforma. Quienes me fustigaban, me acusaron de neoliberal por no coincidir con su visión, o de chayotero, vendido o lambiscón, tal vez porque desconfiaban de mi independencia de criterio. Juzgo las acciones de los políticos como las veo y por sus consecuencias posibles, no por como me gustaría que expresaran las cosas.
Por mi labor periodística y académica conversé en varias ocasiones con los secretarios Chuayffet, Nuño y Granados Roldán. Incluso, junto con colegas reporteros, entrevisté a los dos segundos para estas páginas. No recibí consigna alguna para trasmitir sus puntos de vista; vamos, ni siquiera insinuaciones. Fueron platicas respetuosas, donde mantuve cierta distancia. Asiento que por conocer de mucho tiempo atrás y guardar lazos de amistad con Otto Granados Roldán me fue difícil desatar los lazos de afecto. Pero no me dejé gobernar por ellos.
Lo que escribí a favor de la Reforma Educativa fue por convicción y porque a pesar de los ataques del nuevo grupo en el gobierno dejó un legado que el tiempo se encargará de poner en su lugar, pienso.