Por décadas en nuestras vidas, tantas según nuestras edades, los mexicanos hemos escuchado cómo se habla de la corrupción en tanto problema de la política, del gobierno y de la vida social. Por la falta de transparencia y de libertad de expresión que hubo en los decenios de la hegemonía de los gobiernos de la Revolución/del partido hegemónico, en realidad no sabemos a qué niveles llegó, aunque se sabía que era un componente sustantivo del funcionamiento del sistema político.
La transición a la democracia –un proceso incompleto todavía y que con el triunfo de AMLO y el inicio de su gobierno ha iniciado una nueva fase-, fue develando alcances y modalidades del problema, así como sus rasgos o ámbitos intocados o intocables. Existe acuerdo en que la administración de Enrique Peña –por hablar del plano federal-, tuvo en la corrupción uno de sus componentes más notorios y más escandalosos. Pero aun así, durante seis años, los instrumentos legales e institucionales del régimen político no pudieron llegar a la raíz del problema, no pudieron establecer los procedimientos necesarios para su combate y eventual erradicación –esta no debe ser eliminada de los objetivos gubernamentales, por ideal que parezca-. Esto es algo muy sorprendente: la operación del gobierno, que además de tener una obligación natural de actuar contra la corrupción, recibió las demandas y apoyos de importantes sectores de la sociedad, fue incapaz de llevar a su conclusión, a su integración plena, el sistema nacional anticorrupción. Hay ahí dos elementos que llaman la atención: uno, la señal clara, inequívoca, de la gravedad del problema, pues hubo de crearse un sistema nacional contra el fenómeno de la corrupción, pero se bloqueó su construcción; y dos, el conjunto de resistencias y compromisos en que se sostiene la corrupción, los cuales tuvieron la fuerza suficiente -¡impensable!-, para impedir el trabajo necesario del Poder Legislativo federal. Sí, un poder de la República limitado por la trama de la corrupción.
A lo anterior, el nuevo gobierno le agrega un elemento: la decisión de no iniciar investigaciones sobre la corrupción del pasado. He ahí la tremenda situación en que queda el país: un problema de alcances nacionales que se convierte en una herencia que no por no ser perseguida desaparece; está ahí, instaurada, instalada. Un nuevo gobierno inicia llevando en paralelo a sus propósitos de regeneración y a su acción, un enorme problema que tiene efectos –con sus diferencias estatales, municipales y regionales-, en todo el país. ¿Cómo pueden echarse a andar las acciones de regeneración en tal contexto?
Todo lo anterior adquiere un significado especial, dentro de la variedad de significados sociales y políticos que tiene, por su relación con la educación nacional; sí, con un proceso de formación ciudadana que opera en todo el país. Establece el artículo 3° constitucional dos fines que se relacionan con el fenómeno de la corrupción. Al hablar de los criterios que deben guiara los procesos de la educación, establece el artículo uno de ellos: “Será democrático, considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”. Pues bien, la corrupción socava este criterio en tanto que se ha convertido en un obstáculo al constante mejoramiento de la vida del pueblo mexicano. No es secreto que la corrupción ha alcanzado al sistema escolar; un motivo para centralizar la nómina educativa fue combatir la corrupción que con ella se hacía. Pero hay otra vertiente: las autoridades del régimen político no se comprometieron a fondo para el combate a la corrupción.
En segundo lugar, el artículo 3° agrega el criterio de que la educación será nacional, y en ello queda comprendido que atienda “a la comprensión de nuestros problemas, al aprovechamiento de nuestros recursos…”. Aquí la perspectiva, además del socavamiento del potencial de la educación, tiene otra cara, vergonzosa, irritante: la educación debe ocuparse de que los estudiantes, en todo tipo y nivel educativo, comprendan ese grave problema nuestro de la corrupción; no algo de aquí o allá, algo que ocurre por excepción, sino un problema que adquirió dimensiones nacionales.
Es un agravio, un desvío del potencial del trabajo educativo, que deba ocuparse de la corrupción, pero es necesario, insoslayable. Si se le quiere ver en positivo, la educación debe ocuparse de formar el valor de la honradez, de la honestidad. Se ha avanzado en hacer transparentes las acciones del gobierno y con tal transparencia –aun limitada, bloqueada, burlada-, algo de lo que se puede ver es la corrupción. Y junto con ella, se pueden escuelas con carencias de materiales educativos, escuelas sin reconstruir…
Vaya realidad tan oprobiosa y exigente: que la importante labor de las escuelas deba incluir en su atención a un problema de tal naturaleza, a una inmoralidad establecida en la administración de la cosa pública. El trabajo en la escuela es una acción entre otras, un principio, pero es necesarísimo: formar ciudadanos con sentido de los bienes públicos y con compromiso de respetarlos y, sobre todo, con la capacidad de exigir cuentas. Por esta vía, además de otras, la escuela y la educación dejan ver su cualidad moral.