El Sistema Nacional de Investigadores, SNI, en cierta medida, se ha convertido en el SNP, acrónimo del título de este artículo. Tal vez una buena descripción de la forma en que ha evolucionado este de por sí polémico programa, sea mostrar el tránsito entre una concepción de investigación que al menos procuraba hacerse cargo de la diversidad de funciones y tareas asociadas a este ocio, a otra que reduce la investigación a publicar cuanto antes y cuanto más, mejor, privilegiando dónde se publica (el lugar que ocupe la revista en una clasificación de acuerdo con su “impacto” como sinónimo de calidad) más que la buena hechura académica de lo que interesa comunicar a la comunidad de expertos en la materia, o a un conjunto mayor al que el tema le interese.
El 26 de julio de 1984, se publica en el Diario Oficial de la Federación el acuerdo presidencial que crea al SNI. En medio de una crisis económica que redujo aceleradamente el poder adquisitivo de los salarios, un grupo de investigadores, aliados a las ciencias exactas y naturales, solicitaron al presidente de la República apoyo económico para evitar “la inminente fuga de cerebros y el quiebre de la ciencia en el país”. Fue a petición de parte, y en el relato de varios fundadores, se concibió como un programa temporal, en tanto se restablecían salarios adecuados. No fue así: ya cumplió 34 años, entrados en 35.
Se decidió que los estipendios no fuesen materia de ingresos contractuales, sino becas al desempeño durante un cierto periodo, evaluado por comisiones de pares. Si el resultado era positivo, se haría llegar al académico un nombramiento como Candidato o Investigador Nacional, y recursos mensuales. Se trata de un clásico modelo de Transferencias Monetarias Condicionadas: dinero adicional condicionado al cumplimiento de ciertos indicadores y el desarrollo de distintas actividades: contar con doctorado, realizar investigación y dar a conocer sus resultados de manera idónea, así como formar a nuevos investigadores (en mala hora llamados “recursos humanos”), realizar tareas de docencia y difundir sus saberes o las aplicaciones que de ellos se derivan en beneficio de la sociedad.
Al inicio eran pocos, de tal manera que —dicen los veteranos de la tribu— se podían ponderar con cuidado las actividades realizadas, pero como no se resolvió el problema salarial, y la pertenencia al SNI se asoció, más allá de un socorro económico, con una distinción que otorga prestigio, se multiplicó la membresía. Además, los gobiernos usaron la cantidad de integrantes de este sistema como prueba del crecimiento de la ciencia en el país: de mil 326 en 1984, a cerca de 30 mil en el sol de hoy. Si cada equis número de años, quienes forman parte del Sistema tienen que reportar sus actividades para permanecer o avanzar en los distintos niveles que se implantaron, el proceso de revisión del trabajo, al incrementar el número de expedientes, ha ido perdiendo la capacidad de ponderar lo realizado, y un atajo ha sido “contar” los productos y valorarlos según la calidad de la revista o el prestigio de la editorial. De ser suficientes, se echa un ojo a las demás actividades; si no, ¿ya para qué? Publicar o perecer. No estar en el SNI, sino ser SNI.
Calcular el número de textos necesarios para no perder el dinero ni el prestigio. No tomar riesgos en indagaciones complicadas, no vaya a ser que la evaluación llegue antes de poder publicar. No escribir para ser leído, sino para que las comisiones consideren el peiper válido. Aguas con perder el tiempo en la docencia o en estudiar. Lee menos, redacta más: esa es la consigna implícita. Bodegas repletas de libros y revistas. ¿Avanza la ciencia? Hoy hay más imprentas y menos editoriales.
La pregunta es ineludible: ¿es lo mismo ser investigador que publicador? ¿SNP?