La educación escolar es –sigue siendo– el instrumento más valioso que México tiene para enfrentar sus grandes problemas. Reconocer esto obliga a los gobernantes a buscar una articulación adecuada entre políticas educativas, problemas y sus posibles soluciones.
¿Qué puede hacer la educación escolar, por ejemplo, para hacer frente al problema de la violencia y la inseguridad? La educación en la escuela se ha inclinado fuertemente hacia los contenidos cognitivos, pero muchas experiencias e investigaciones revelan que es posible poner en práctica una educación que enfatice la dimensión humana, social, ética y emocional del desarrollo de los niño y jóvenes.
En un país como México que padece una crisis sin precedentes de convivencia, asociada en gran parte a la violencia, no cabe duda que la educación para la convivencia pacífica y democrática debe ocupar un lugar central del currículum, al lado de Lengua y Matemáticas.
La formación de personalidades no violentas, amables y pacíficas, se relaciona estrechamente con el afecto que recibe el niño a lo largo de su desarrollo. Principalmente en sus primeros años de vida. Primero, en el seno del hogar, el afecto paterno, entre los 0 y los 3 años, después, en la escuela, el afecto del maestro y de sus compañeros de clase.
Muchos maestros, desatienden esta dimensión de la educación que imparten a sus alumnos. Piensan que todo se reduce a la transmisión de conocimientos. Ese es un grave error de concepción. La educación es –o debe ser– integral: intelectual, emocional, moral, cívica, física y estética. Pero, en un país como México, el eje de la formación infantil, junto a lo intelectual, debe ser lo emocional, lo moral y lo cívico, es decir, las formas con las cuales se relaciona el sujeto con los demás sujetos.
El corazón de todo son las relaciones humanas. ¿Cómo debo relacionarme con los otros? Muchos niños pequeños no saben responder a esta pregunta porque han vivido en soledad; encerrados en el pequeño mundo familiar, enclaustrados, sin contacto con otros niños, no saben como actuar ante el otro. Ante los demás, estos pequeños actúan con inseguridad, desconfianza y temor, es decir, con timidez.
Otros, lograron en el ambiente familiar desarrollar una saludable autoestima: saben quién son ellos, quienes son los otros, no temen, actúan con soltura, y son capaces de desarrollar empatía –o simpatía—hacia los otros alumnos. La empatía infantil es la madre de los valores y sentimientos que dan fundamento a la convivencia social positiva y saludable. Para promover la empatía, los maestros, deben en principio contribuir a enriquecer la autonomía y la autoestima de sus alumnos –lo cual obliga al docente a concentrar su atención en cada alumno y desarrollar la aptitud de ponerse “en los zapatos” de cada uno de ellos.
Esto exige generosidad, por parte del docente. Generosidad significa tomar distancia del propio ego, desprenderse del interés propio para asomarse con interés y seriedad en la vida del alumno. Cada alumno es un valioso diamante al que debemos pulir con nuestra entrega y nuestro desprendimiento. El egoísmo no tiene –o no debe tener lugar—en la profesión docente que, por definición, es un oficio de abnegación, sacrificio y entrega.
El maestro debe cuidar las bases del funcionamiento del aula y de la escuela. La mejor organización es aquella que coloca en el centro la participación del alumno. La acción del alumno. Es una exigencia a la vez, pedagógica y ética. Una educación que reduce al alumno a la pasividad es una educación fallida. La educación para la paz y la buena convivencia debe ser activa y significativa, lo cual implica la acción del alumno y contenidos relevantes para su propia existencia.