La noción de “calidad educativa” importa, pues nos lleva necesariamente a dos asuntos que resultan centrales para la conducción de cualquier sistema educativo: definir lo deseable en la materia y ocuparse de fortalecer los procesos de enseñanza-aprendizaje dentro de las escuelas y las aulas. Marginar el tema dentro del discurso y la acción del gobierno, significaría, en muchos sentidos, dejar fuera de la política educativa a la educación.
El concepto en cuestión refiere y supone inevitablemente alguna visión de lo deseable, pues hablar de “calidad” entraña emitir un juicio de valor basado en algún estándar que defina aquello que se considera valioso. Importa discutir, argumentar y acordar el contenido de lo deseable en materia educativa, pues ello ofrece una brújula indispensable para conducir cualquier esfuerzo centrado en promover, a través de la educación escolarizada, experiencias transformadoras y posibilitantes para los estudiantes. Sin esa brújula, el barco de la educación se pandea y suele terminar sirviendo a otros propósitos, importantes o incluso más urgentes que los educativos, pero distintos a éstos. En el caso de una escuela privada, por ejemplo, a generar utilidades para sus dueños; en el caso de un sistema de educación pública a combatir la inseguridad y/o a apuntalar la gobernabilidad.
El tema de la calidad resulta clave, pues obliga al responsable de ofrecerla y organizarla a pronunciarse sobre la prioridad concedida a lo educativo vis a vis otros fines posibles, así como a hacer explícito cuáles son sus valores y aspiraciones en lo que toca específicamente a su función educativa. Dicho de otra manera, obliga a los encargados de proveer los servicios educativos de ocuparse de manifestar qué tipo de orientaciones valorativas, de saberes, actitudes y destrezas habrán de ocuparse de desarrollar entre su alumnado al interior de sus aulas y planteles.
Cuando los objetivos centrales de un centro escolar o un sistema educativo son distintos a los de estimular el crecimiento y el aprendizaje de sus estudiantes, todo lo anterior pasa a segundo plano. Por ejemplo, en escuelas privadas interesadas en atraer a los hijos de las clases altas interesadas fundamentalmente en que estos convivan con chicos y chicas del mismo estrato social, el nivel de competencia y compromiso de los maestros para enseñar suele resultarle a los dueños y gerentes del establecimiento mucho menos importante que la suntuosidad de las instalaciones deportivas. En el caso de un sistema de educación como mexicano en el que durante tantos años la paz social a través del control corporativo del magisterio organizado ha sido la prioridad, el estado de los baños de las escuelas (especialmente los de las zonas más marginadas, pero no solamente), el nivel de capacitación de los directivos escolares, y todo lo relativo a aprendizajes significativos y relevantes para los alumnos ha tendido a recibir atención más bien baja e intermitente.
Defender la importancia de incluir la calidad educativa no significa cargarles el grueso de la responsabilidad sobre la calidad de los aprendizajes de los estudiantes a sus maestros. Tampoco supone abrazar el resto del paradigma-recetario que, a nivel nacional y global, ha sido presentado como la única forma de lograr mejorar los aprendizajes escolares. Ese paradigma contiene elementos útiles como la rendición de cuentas, así como algunos aspectos de la evaluación, siempre y cuando ésta se use para, en efecto, mejorar. El problema es que no alcanza, pues en esto de los sistemas educativos el contexto es clave y ese paradigma suele no tomarlo en cuenta.
Defender y exigir calidad en los procesos enseñanza-aprendizaje en las escuelas mexicanas (tanto públicas como privadas) es insistir en que el derecho a la educación no se satisface con dar acceso a un pupitre. Ese derecho sólo adquiere contenido material cuando ofrece la oportunidad de aprender. Si la escuela no es el lugar para aprender a hacerse preguntas, a entender el mundo y tejer mundos con la lengua materna y otros muchos lenguajes, y a adquirir conocimientos y habilidades para hacerse una vida con propósito, ese lugar puede ser muchas cosas, pero no debiéramos llamarla escuela. A eso refiere la calidad y por eso importa.
Toca discutir con mucha más profundidad el asunto y definir los contenidos y contornos específicos que queremos darle a eso que llamamos calidad educativa desde la sociedad que somos y aspiramos a ser. Toca también entender muchísimo mejor cómo promoverla para todos y en especial para los más vulnerables que son los que más dependen de ella para acceder a mejores oportunidades de vida. Lo que sería desastroso, sin embargo, es dejar de pensar en el tema y marginarlo en la conducción de la política educativa.