La violencia social incumbe a la educación. La ola de actos violentos que sacude a México revela en general el fracaso de las instituciones públicas, pero pone en evidencia asimismo fallas en la educación de niños y jóvenes. La familia y la escuela no han sabido edificar una cultura de la paz y de los derechos humanos.
La paz social no ha sido nunca un objetivo explícitamente buscado por el sistema educativo nacional; en cambio, siempre se ha dado preeminencia a la dimensión cognitiva de la formación, desestimando la emocional, la moral y la cívica. La construcción de la personalidad moral de niños y jóvenes debería ser, junto al lenguaje y las matemáticas, eje ordenador de la educación obligatoria.
Pero esto no es así. La mayoría de los maestros recibe un fuerte entrenamiento para enseñar las asignaturas cognitivas, pero sólo una débil capacitación para desarrollar en sus alumnos valores como la autoestima, el autorespeto, la tolerancia, la empatía, la compasión, el compromiso con su comunidad, la justicia, el diálogo, la democracia y la veneración por los derechos humanos.
La violencia no es innata, sino que se aprende a lo largo de la vida. Los comportamientos violentos se gestan desde el seno familiar: la carencia de afecto, de atención, seguridad y cuidados de parte de los padres hacia los hijos inducen las conductas agresivas. La frustración dispara la cólera. Cuando esa falta de atención se reproduce en la escuela, los efectos suelen ser desastrosos.
El investigador noruego Johan Galtung propone un modelo de análisis de la violencia social a través de un “triángulo de la violencia”. En un vértice del triángulo se ubica la violencia directa, aquella en la que la acción causa daño directo al destinatario y puede ser verbal, psicológica y física. En el segundo vértice se encuentra la violencia estructural que se realiza con mediaciones institucionales o estructurales y se expresa en la injusticia social y, en general, la insatisfacción de las necesidades esenciales. Por último, en el tercer vértice se halla la violencia cultural, es decir, todas las expresiones en el orden simbólico que contribuyen a legitimar la violencia.
La cultura moderna es un universo de expresiones, signos, mensajes, narrativas que implícita o explícitamente concurren para justificar o legitimar la violencia. El lenguaje mismo que solemos escuchar en los medios de comunicación y en las redes incita frecuentemente a la violencia, el prejuicio, la desconfianza y el odio. En nuestro entorno, la cultura de la paz, de la civilidad y de los derechos humanos tiene una débil presencia.
Ha faltado en la escuela una acción pedagógica específica para fomentar los valores, las actitudes y las conductas pacíficas. Para atender esa carencia, sería necesario crear en el currículum un eje transversal (que vaya desde preescolar hasta educación media superior) de educación para la paz. Parte esencial de ese eje, desde luego, debe ser el desarrollo de habilidades socioemocionales, pero su ámbito debe incluir otras asignaturas y experiencias escolares. El corazón de ese eje debe ser el desarrollo de la personalidad moral del alumno.
Un autor conocido en educación para la paz, David Hicks, propone el aprendizaje de destrezas como la reflexión crítica, la cooperación, la comprensión, la aserción, la solución de conflictos y la alfabetización política; de actitudes como la autoestima, al respeto por los demás, la preocupación ecológica, la mentalidad abierta, la visión y el compromiso con la justicia; finalmente, la adquisición de conocimientos como el conflicto, la paz, la democracia, la violencia, la guerra, el poder, etc.