La escuela nació como una institución única, pero se instaló en una sociedad desigual. Cuando los niños, que provienen de estratos sociales desiguales, con culturas distintas, se enfrentan a ella, el resultado es conocido: unos niños transitan fácilmente por sus aulas y otros encuentran dificultades.
Al final, unos logran terminar con éxito la educación obligatoria y otros, simplemente, no la terminan. A la postre, la escuela termina reproduciendo las desigualdades sociales, pues los alumnos provenientes de sectores urbanos medios y altos logran triunfar mientras que los alumnos de sectores pauperizados del campo y de la ciudad fracasan en ella.
Ésta es, desde luego, una proposición muy esquemática, no todo lo que he dicho es exacto y el funcionamiento social de la escuela en realidad se modifica y cambia de acuerdo con las circunstancias históricas. Por ejemplo, podemos decir que aproximadamente entre 1940 y 1970 la escuela mexicana funcionó, relativamente, como un eficaz mecanismo de movilidad social.
Es decir, en esos años la educación escolar permitió que muchos alumnos provenientes de medios sociales precarios ascendieran en la escala social. Esto se puede fácilmente comprobar si se compara el cambio de estatus social entre los padres que nacieron en los años veinte y el de los hijos que nacieron en los años de la Segunda Guerra Mundial.
Pero la eficacia de la escuela como motor de la movilidad social declinó aceleradamente a fines del siglo pasado. La masificación escolar (1970-2000) amplió las oportunidades de acceso a la escuela —muchos vástagos de familias pobres accedieron a ella— pero disminuyó relativamente su capacidad para promover socialmente a los alumnos.
La explicación de este fenómeno no es sencilla: en realidad el sistema educativo creció espectacularmente (pasamos de tener 3 millones de alumnos en 1950 a tener 30 millones en el año 2000), pero la expansión escolar no fue acompañada de medidas (en la preparación de profesores, en planes de estudio y materiales educativos) que garantizaran que se mantuviera en las escuelas la calidad de la educación que en ellas se impartía.
Consecuentemente, en estas décadas se amplió la oferta, pero se derrumbó la calidad; se ofreció más educación a la población pobre, pero se trató de una educación de menor calidad. Simultánea y proporcionalmente en esos años la oferta de educación privada se amplió para dar cabida a la demanda de sectores medios y altos, de tal forma que el sistema nacional de educación se escindió en una esfera pública, masiva, y otra esfera, privada y restringida.
Las políticas públicas en educación no han dado jamás la importancia que amerita al tema de la desigualdad, en cambio han puesto con mayor frecuencia el énfasis en la calidad. No está mal preocuparse por la calidad, siempre y cuando se atienda, simultáneamente, el problema de la desigualdad o inequidad. El propósito nacional de lograr mejores índices en los aprendizajes, sólo se podrá alcanzar si se combate eficazmente y al mismo tiempo la inequidad educativa.
Si queremos hacerlo, tendremos que lanzar acciones vigorosas en varios campos: en educación inicial, en el acceso a la escuela, en preescolar, en formación del profesorado, en planes de estudio, en la dotación y el fortalecimiento de las escuelas, en los sistemas de becas, en la gestión del sistema educativo y en muchos otros campos que es necesario cambiar si se quiere lograr que la escuela sea, efectivamente, una palanca social para la igualdad.