Pensar que hay una distinción tajante entre el aprendizaje en casa y el aprendizaje en la escuela es un error, porque en realidad se conectan. Una visión que empobrece es asumir que toda la dimensión formativa, y más la que tiene que ver específicamente con el discernimiento ético, los afectos y la madurez socioemocional, sólo corresponde a la casa. Y que sólo a la escuela le corresponde la instrucción técnica y el contacto con la realidad circundante, lo natural y lo social, tampoco es aceptable.
La separación se hace artificial, si se ve como exclusiva y excluyente. Se puede entender que debería estar presente en la vida familiar al discernimiento ético, la consolidación afectiva y el despliegue de las habilidades socioemocionales. Pero no toda familia está en condiciones de ofrecer ese aprendizaje en forma consistente. Del lado de la escuela debe haber especial atención en el descubrimiento del mundo natural y social, y en acompañar a la generación joven para el dominio de las herramientas del lenguaje, de la formalización matemática y especialmente todo aquello que empodere para arraigar las posibilidades de seguir aprendiendo con los propios medios. Distinción sí, pero no separación; sobre todo, complementariedad.
Que en casa les canten a los niños, pero que el pentagrama lo aprendan en la escuela no se restan, se coordinan y se enriquecen mutuamente. Así se traslapan los mundos sin disolverse el uno en el otro. Hacen mal algunos maestros cuando dicen, por ejemplo, “yo no les tengo que enseñar las elementales normas de respeto”, claro que sí tienen que reforzarse en la escuela. En la casa se debe brindar a los maestros autoridad, en lugar de dirigirse a ellos con calificativos despectivos, y al revés también: los maestros deben reforzar la autoridad de los padres y no decir “es que tu papá no sabe nada” o “cuando te ayudó en las divisiones, nada más lo echó a perder”.
Que los adultos se desacrediten entre sí es muy negativo para los niños y tiene un efecto de desánimo muy grave. Nos tenemos que ayudar y tiene que haber una gran alianza entre padres y maestros. Aunque el aprendizaje se obtiene en espacios específicos, su naturaleza es en sí misma expansiva; en casa hay cosas que el ambiente familiar puede y debe enseñar, que tienen que ver también con conocimiento del mundo. Los niños no se deben perder el valioso conocimiento del entorno que puede aportarle su familia; desde las formas más sencillas de navegación, alimentación y tradiciones, hasta la ocupación de la mamá o las memorias del abuelo. Por supuesto, deben superarse ciertos resabios de la tradición, de manera que no se abone a los clichés del tipo “las mamás deben enseñar a las niñas a ‘cuidarse’”.
Del otro lado, la escuela tiene que hacerse cargo también de reforzar el discernimiento ético: todos los días hay formación cívica –o debe haberla– sobre autocuidado, deberes de escucha y formación de hábitos. De nuevo, es más moverse con fluidez entre los polos, sin pensar que hay una frontera donde definitivamente se acaba.
No separados, pero no invadidos; eso tampoco. Todos los proyectos totalitarios quisieron capturar la escuela y usarla para programar actitudes, pretendiendo superar y desacreditar a la familia para modelar la afectividad y las convicciones de los niños. O las familias, creyendo que son dueños de los niños y sus derechos, pueden querer contender la dimensión laica y universal de la educación nacional obligatoria.
En el otro extremo, que la escuela sea sólo un espacio informativo no es ni posible ni deseable, es también una arena donde las niñas y niños ejercitan sus valores, donde aprenden reforzadamente del respeto, de la colaboración, de la consideración. Idealmente son los valores de la casa, pero llevados al ejercicio, y los maestros tienen, no sólo que permitirlo, sino propiciarlo y convocarlo, pero sobre todo tiene que haber un gran diálogo permanente.
Es muy desconcertante que las familias se quejen de la escuela cuando literalmente, por varias horas, dejan a sus hijos con adultos que no conocen. ¿Por qué hacer eso? Debemos saber quién es el maestro de nuestros hijos; como maestros, es fundamental saber qué le voy a plantear al chico o a la chica, y no lo podré hacer si no tengo idea de cómo es su familia. Sin separación y sin confusión: la escuela y la casa se necesitan para aprender, como es derecho de cada niña y niño.