“…roaming the rhythms of your eternity
because you are not a man
you are what humanity should be
eternal like the word”
Poema Elegy for David Diop
Keorapetse Kgositsile
El 18 de julio se cumplieron 100 años del nacimiento de Nelson Mandela, opositor al sistema de segregación racial llamado apartheid que imperó formalmente en Sudáfrica desde 1948 hasta 1992. Apresado y puesto en la cárcel por 28 años (1962-1990), el espíritu de “Madiba” no se quebró ante la adversidad y la gente de Sudáfrica tuvo la fortuna de tenerlo como presidente de 1994 a 1999.
En este año de celebración, se publicó el libro intitulado El color de la libertad (Penguin, 383 p.), que es una secuela de su autobiografía (El largo camino hacia la libertad, 1994) y el cual narra, junto con Mandla Langa, el tiempo en que Mandela gobernó su país de 1994 a 1999.
¿Qué se espera encontrar uno en una autobiografía de un líder político que vivió un largo encierro y que se proponía reconciliar a un país dividido por violencia, segregación racial y desigualdad como era la Sudáfrica de la década de los noventa? ¿Revela la autobiografía algo “vergonzoso” como para poder tenerle “confianza”, como sugiere George Orwell? ¿Qué conductas tuvo Mandela ante sus terribles adversarios una vez que alcanzó la titularidad del poder Ejecutivo?
Ahora que estamos iniciando clases en nuestras facultades de Ciencias Políticas y Sociales y que además, tenemos enfrente la toma presidencial, un repaso al libro de Mandela y Langa nos hace recordar que los principios éticos no están reñidos con el ejercicio político cuando se trata de hacer un buen gobierno.
Una de las cosas que más me sorprendió del líder sudafricano fue su clara consciencia con que asumió su papel tanto de opositor como de presidente. Como lo primero, supo oponerse y resistir ante “cualquier forma de opresión o explotación” como era el apartheid y pagar las consecuencias de su elección, incluso contra su bienestar. Valía la pena luchar por la libertad – no sólo como un concepto filosófico -, sino como una experiencia de vida. Al salir de prisión en 1990 y ante sus seguidores, Mandela declaró que se presentaba ante ellos “no como un profeta, sino como su humilde servidor, como un servidor del pueblo”. Un líder popular pero democrático y no intransigente.
Ya en el poder, y sin la arrogancia de haber ganado abrumadoramente, fue franco y cortés – sí, cortés – con la oposición de su país y dialogó recurrentemente con ellos. ¿Por qué sentarse con el enemigo? En aras de la reconciliación y la unidad nacional, Mandela se abstuvo de proferir calificativos a sus adversarios y en cambio, tuvo el gesto de reconocerlos públicamente. En una ocasión, declaró que sentía un “enorme respeto” hacia Mangosuthu Buthelezi – un disidente que fundó un partido distinto al de Mandela y que compitió por la presidencia en 1994 – porque nos “había derrotado en dos elecciones generales libres y justas”. Y no solamente ensalzó a Buthelezi, sino que también sugirió trabajar con él para tratar de pacificar algunas áreas del país africano, pese a la furibunda reacción de algunos de sus seguidores. “No irás a hablar con un hombre cuya organización ha asesinado a nuestra gente”, le reclamaron.
Un líder que considera a la oposición como parte esencial del gobierno, lo muestra como un personaje profundamente consciente de su responsabilidad democrática. Y es que al final del cuentas, también Mandela había sido un incómodo opositor y gracias a la democracia sudafricana, llegó a ser presidente.
Es muy raro que un político de nuestros países reconozca sus errores y recapacite públicamente. En cambio, Mandela, apegado a principios modernos, supo ser autocrítico. Ante la violencia desatada por algunos gobiernos de oposición en importantes municipios de Sudáfrica (Umlazi), Mandela amenazó con cortarles los fondos públicos. Sin embargo, recapacitó y frente al parlamento, reconoció como una “gran preocupación” que él, como presidente, haya amenazado con cambiar la Constitución, pero explicó su reacción: “estoy decidido a proteger la vida de los seres humanos”.
Otra muestra de apertura y tolerancia la tuvo frente a los medios de comunicación, específicamente, con la prensa escrita. Según el presidente Mandela, ésta ofrecían un “pobre reflejo de la realidad”, sin embargo, reconoció: “Hemos tenido fuertes encontronazos con los medios”, pero “[d]ichas diferencias no pueden suprimirse ni evitarse en una democracia”.
Lejos de adherirse a teorías conspiratorias, el estadista sudafricano pensaba que su gobierno había “cometido multitud de errores y este debate nacional debe proseguir”. Y reafirmó: “habrá diferencias” porque, dijo, lo “importante es que la presencia de la prensa se utilice como espejo donde poder contemplar nuestras actuaciones; hemos cambiado de parecer en diversos temas porque, a juzgar por la reacción de la prensa, nos dimos cuenta de que estábamos equivocados o bien no habíamos hecho los preparativos necesarios para que la nación aceptase el punto de vista que defendíamos”.
Equivocarse en las democracias – y en la vida – es algo tan común que no debería ser objeto de pena o resquemor, sino de reflexión siempre y cuando se elijan líderes que sepan cómo incorporar al ejercicio de gobierno principios básicos como el autoexamen crítico, la tolerancia y la madurez para reconocer errores públicamente y recapacitar.
Sudáfrica es un bello y multicultural país con un poco más de 54 millones de habitantes, de los cuales 80 por ciento es de color, la desigualdad es mayor que en México (Gini 0.62 y 0.46, respectivamente, OCDE) y la herencia del injusto sistema de exclusión racial son visibles por doquier. Pero lejos de ocurrírsele frenéticos experimentos de “liberación nacional”, tengo la impresión de que Mandela supo entender el valor universal de la democracia.
El capítulo ocho del libro muestra cómo el líder sudafricano tuvo que enfrentarse a los “liderazgos tradicionales” de los bantustanes que, como señala la Enciclopedia Británica, fueron espacios territoriales creados por el régimen del apartheid para segregar a la gente de color. Esas reservas (10) eran gobernadas por élites locales de color, presentaban un marcado componente étnico, así como lingüístico y tenían auto gobierno en algunos asuntos. Ante la tradición, ¿cómo unificar el país democráticamente?
Pese a conflictos, traiciones y “ambivalencia” que sentía “Madiba” hacia los líderes locales, los reconoció porque gozaban del respaldo de sus comunidades y además, promovió un equipo de trabajo interdepartamental para visualizar cómo integrar a estos liderazgos en los distintos niveles de gobierno. Pero eso sí, con toda claridad el demócrata Mandela no simpatizaba con la idea de que no fueran electos, sino designados y por tanto, los llamaba “ilegítimos”. Asimismo, expresó: “hemos de impedir por todos los medios hacer concesiones que les confieran [a los caudillos] poderes autoritarios para apartarse del proceso democrático”. Mandela estaba dispuesto a defender la democracia y en ello, las “tradiciones” o “culturas” de su país tendrían que ser renegociadas.
Para concluir, cuando uno cae en el pesimismo y asume que la democracia es una farsa o que todos los líderes políticos son unos desalmados, no estaría mal recordar el ejemplo de Nelson Mandela. Con un espíritu inquebrantable y profunda convicción democrática, supo dirigir con eficiencia los destinos de un país empobrecido, segregado y profundamente desigual. Esto lo hizo con imparcialidad, sin ocurrencias ni mucho menos suscribiendo desorbitados experimentos “revolucionarios”, sino con una conmovedora humildad sobre la realidad de su país y del mundo, apreciando el valor universal de la democracia y sabiendo que si como presidente menospreciaba la crítica, el bienestar del pueblo estaría en riesgo. Larga vida a Mandela.