La educación es un gran remedio para el prejuicio, pero es ella misma objeto de ideas sin suficiente fundamento. Un prejuicio grande y arraigado es que aprendizaje y escolaridad son una y la misma cosa. No es así; ni todo paso y momento de la escuela es (verdaderamente) aprendizaje, ni tampoco el aprendizaje se confina únicamente a los tiempos y espacios del aula formal.
Así, tomar vacaciones de la escuela no significa –no debe significar- una suspensión de aprendizajes. Más, puede ser una gran oportunidad de consolidar aprendizajes previos y de nuevos aprendizajes que se dan especialmente fuera de la escuela. Está extensamente documentado (por ejemplo, en el estudio “Lasting Consequences of the Summer Learning Gap” de Alexander, Entwisle y Olson, de 2007) cómo hay una pauta claramente identificable de creciente desempeño escolar que tienen los niños a lo largo de sus nueve años de educación básica si tuvieron oportunidades de aprendizaje alternativo durante los veranos intermedios.
Resulta que cada “pausa” les produjo un fortalecimiento que hace un diferencial notable con respecto de sus pares que no tuvieron cursos de verano, viajes o algún tipo de actividad recreativa o de descubrimiento en las semanas de “receso”. Además, si los seguimos en el tiempo, se comprueba que quienes no tuvieron esas oportunidades tienen más dificultad para colocarse en la selección de la educación media superior, experimentan más frecuentemente abandono del bachillerato y más baja tasa de ingreso a media superior.
Lamentablemente, lo que también el estudio muestra es que esas oportunidades de “veranos de aprendizaje” están fuertemente relacionados con la escolaridad e ingreso de los padres. Los datos son de Estados Unidos, pero todo indica que algo semejante pasa en los demás países y en México. En resumen, sin una política pública de compensación, a pesar de recibir “servicios educativos” semejantes a lo largo del año, las brechas se pueden ampliar.
Las divergencias más severas se dan entre los niños de ciudad que se quedan el verano sin una ocupación deliberada, viendo televisión, con horarios de sueño y alimentación desordenados, con poca activación física, y los chicos de su edad que participan en programas más o menos estructurados. Primera conclusión que marca una tarea: es responsabilidad de la sociedad y del Estado ofrecer alternativas que propongan a niñas y niños un receso creativo y entusiasmante.
Las investigaciones señalan que hay mejora de los aprendizajes por hacer algo distinto, y no por hacer lo mismo que en el ciclo escolar; por eso, los cursos de “regularización” no sólo no son tan queridos, sino que generan en la mayoría de los casos resultados imperceptibles o hasta contraproducentes. No sólo museos, parques y espacios públicos pueden y deben habilitarse para convertirse en focos de actividad infantil en el verano, con talleres, juegos estructurados, expresión artística y deportiva, sino que también las escuelas pueden hacerlo. La clave está en que no sea una versión remedial y distorsionada de la escuela de siempre, sino la oportunidad de probar cosas nuevas, de experimentar, de favorecer una convivencia distinta con las familias y los chicos mismos.
En la lógica de “se necesita la aldea entera para educar a un niño” no todo tiene que ser cursos de verano improvisados y costosos, que decepcionan a los niños porque no dejan de traslucir su intención de solo “mantenerlos entretenidos”, de “cansarlos”. Todos estamos convocados a pensar con más creatividad para colaborar con programas de barrio y de comunidad, acordando con las familias y entre los maestros algunas posibilidades de contar cuentos, hacer artesanías, dibujar y pintar, probar con un nuevo deporte. No sólo nos vamos a pasar un gran recreo, que literalmente nos re-cree, sino que también estaremos previniendo el abandono escolar y luchando por la equidad desde un aspecto –no el único, pero uno importante que ya no nos debe pasar desapercibido- para que no sea el poder de compra el que determine lo que pasa con los jóvenes de México.