Cada vez es más apremiante ofrecer alternativas a los jóvenes, cuando se encuentran con importantes barreras para seguir estudiando o para trabajar. Uno de los programas del equipo de López Obrador que más han llamado la atención y más fácilmente suma voluntades es el que se refiere a la incorporación de los jóvenes a un sistema de apoyo con el concurso de las empresas, como aterrizaje del número 39 de los lineamientos del Proyecto de Nación 2018-2024: “los jóvenes tendrán garantizado el derecho al estudio y al trabajo”.
En realidad, la garantía a ambos derechos ya la marca desde hace tiempo la Constitución de la República, y también diversos instrumentos signados por México ya obligan a que el Estado sostenga esfuerzos sistemáticos al respecto. Es claro que no ha bastado. Es claro que hay una grave deuda con los jóvenes, y que los instrumentos y enfoques actuales de las políticas públicas están lejos de alcanzar lo deseable. Para millones de ellas y ellos, ni siquiera es el ‘mínimo vital’.
De lo que se desprende en lo afirmado por Andrés Manuel y Luisa María Alcalde, la persona propuesta para encabezar la Secretaría del Trabajo, el gobierno federal transferirá lo correspondiente a un sueldo/beca (que va de dos mil 400 pesos a tres mil 100 mensuales, dependiendo cuál declaración se use como referencia) a las empresas, de manera que los jóvenes del programa se integren a los equipos de trabajo y crucen por una experiencia de capacitación que favorezca su bienestar integral. Lo más mencionado es que así se les alejará de los riesgos de la violencia y el desánimo, y que se favorecerá su posibilidades de empleo permanente o de volver al estudio.
La esperanza que suscita el programa de Jóvenes Construyendo el Futuro (o la parte de él que funciona con los aprendices en las empresas) se tiene que corresponder con la solidez de lo que se defina para su operación. Mucha tinta ha corrido ya sobre lo precario y eventualmente contraproducente que resulta ofrecer espacios para todo aspirante en la educación superior, por suponer que alcanza con una ampliación de Presupuesto (traducido en habilitar un mayor volumen de aulas y una contratación masiva de maestros de tiempo parcial) para hacerlo efectivo en resultados y sustentable en el tiempo.
Por ello, no está de más voltear a ver lo que se está haciendo en la otra punta de la educación obligatoria. Desde la Comisión Nacional de Primera Infancia llevamos varios meses trabajando en un enfoque denominado Ruta Integral de Atenciones o RIA, por sus siglas. Para que de verdad prevalezca el derecho de niñas y niños menores de seis años, nos reunimos con los diversos involucrados –de DIF a Sedesol, de las procuradurías del menor al ISSSTE y el IMSS, de la SEP a las organizaciones de sociedad civil- para mapear los servicios y lo que cada uno aporta pero reconstruyendo paso a paso lo que ocurre (o debiera ocurrir) con cada niño.
Trasladado al caso de los jóvenes, yo propondría preguntarse al menos lo siguiente: ¿Cómo se entera el joven del programa, si justo no estudia ni trabaja? ¿Es una campaña en medios, promotores callejeros o de visita domiciliaria, stands en centros comunitarios, mercados, plazas, terminales, todas las anteriores?
¿Cómo se inscribe y cuánto tiempo pasa antes de que se deba presentar en el trabajo? ¿Quién levanta el perfil; cómo se certifica identidad y domicilio; da igual si está o no como beneficiario de algún otro programa social? ¿Cómo se designan los lugares en cada empresa? ¿Hay una especie de ‘oficio de presentación’ como el de los profesores recién contratados para cuando llegan a su primera escuela?
¿Quién lo recibe en la empresa? ¿Su tutor está –a su vez- preparado para orientarle en lo que se le va a ofrecer como aprendizajes, en animarle y ayudar a su autoestima, en guiarle, cuidarle y exigirle? ¿Cada cuándo hay un reporte? ¿Qué tipo de certificación de competencia va a lograr tras su primer semestre o año? ¿Tendrá valor curricular? ¿El gobierno federal paga su seguro popular?
Muchas preguntas, lo sé. Pero se necesitan muchas respuestas. Los jóvenes no son realmente apoyados si los apoyos no son sólidos. Una política de este tipo no puede caer en un asistencialismo que empobrezca la capacidad de chicas y chicos de valerse por sí mismos, y resulte entonces una introducción temprana al subsidio permanente y a la dependencia clientelar. No puede convertirse en botín para negocios sin escrúpulos que –como los villanos/padres adoptivos de tantas novelas- abusen de los jóvenes para quedarse con el subsidio con el que llegan a su puerta. No se puede esquivar la tarea paralela de reforzamiento educativo, brindando al interior del programa la posibilidad de que completen sus grados académicos pendientes, especialmente los jóvenes que lleguen con mayor rezago, y eso le toca a la SEP y al INEA, no al soldador experimentado que sea el tutor del aprendiz. No se puede omitir la importancia del factor socioemocional, que empodere a los jóvenes para que no abandonen esta oportunidad de reactivación, y para mediar con los adultos que vienen más de una tradición de capataces que de educadores generosos con la nueva generación.
Lo que no necesitan los jóvenes es que los vuelvan a engañar con promesas sin sustancia para ir saldando una gran deuda, no hay que ser mezquinos. Hay que convocar a lo mejor del talento nacional y recuperar lo mejor de las experiencias ejemplares para hacer un programa piloto, ajustar y ejecutar. Sí se puede, pero no con declaraciones, sino con planes concretos y pasados por el tamiz de la crítica.