Tenemos un problema. Hay que reconocerlo y no es menor: luego de nueve o doce años de educación obligatoria establecida por la Constitución, los egresados no logran el aprendizaje mínimo esperado en cuanto a lectura de comprensión, redacción ordenada de un texto, solución de problemas aritméticos elementales y consolidación de las estructuras lógicas imprescindibles para generar razonamientos con cierto grado de abstracción.
Y eso ocurre con los que no abandonan (o son abandonados por) la escuela antes de ejercer, a plenitud, este derecho. Los que escapan a la exclusión. El nivel de aprendizaje que, en promedio, se logra en nuestro sistema educativo, no se corresponde con lo que sería posible, y necesario, para la formación sólida de las estructuras cognitivas que permitan a los jóvenes seguir incorporando conocimientos y someterlos, luego de su comprensión, a un análisis crítico que es la base de la autonomía en la asimilación de saberes en el futuro. El potencial del sistema es, en teoría, mucho mayor que sus resultados.
En estos años, tal situación fue atribuida, de manera exclusiva o principal, a la “calidad” de las maestras y profesores. La simplificación condujo a una “solución” tan reduccionista como el diagnóstico: la evaluación. Y cuanta más, mejor, pues produce, por sí misma —no como medio, sino como n— el cambio que generará incrementos sustantivos en el aprendizaje. Para asegurar que tal receta fuera surtida en la farmacia de la opción múltiple y otros mecanismos sin validez ni confiabilidad, se ató el sometimiento a ella so pena de perder el trabajo. Se le llamó, sin darse cuenta de la barbaridad que se expresaba, una evaluación “con dientes”: que mordiera, que desgarrara, que tuviera consecuencias.
La examinación superficial (mal llamada evaluación) fue colocada en el terreno laboral, no en el pedagógico, de tal manera que, para conservar el empleo, se acude a ella para “pasarla” sin que tenga nada que ver con la práctica cotidiana. En la pseudo evaluación se finca la más equivocada frase de los que, para bien, ya hacen maletas: cualquiera puede enseñar, si aprueba el examen. No cabe duda: por estas razones, y otras, la lógica que sostiene a esta reforma educativa, y los malabares jurídicos que hicieron para imponerla, debe ser desechada pues es una política basada en la ignorancia.
De ello se deriva un análisis cuidadoso —sereno— de lo que hay que hacer, pues derogar o modificar sustancialmente esta reforma, siendo necesario, no es suficiente. ¿Por qué? Porque el problema educativo que enfrentamos sigue ahí, por lo que se impone, por prudencia y responsabilidad políticas, atender a la sentencia de Malatesta: “sólo se destruye lo que se sustituye”. En otras palabras: la condición para que se incrementen las posibilidades de aprendizaje, no serán resultado directo de abrogar o revocar lo mal hecho, sino en proponer un horizonte de transformación educativa que, por su diseño y tino en su puesta en marcha, no descanse en la amenaza, sino en el entusiasmo, no exento de exigencia, de todos los involucrados. Revertir la reforma, nada más, no es coherente con la esperanza abierta de la posibilidad de otro modelo de desarrollo para el país.
El nuevo gobierno, en estos meses, haría bien en no expresar propuestas deshilvanadas. Tiene una gran oportunidad de hacer lo contrario a lo que sucedió: escuchar. Sí, y a los verdaderos especialistas en esta dimensión de la vida social: las mejores maestras y profesores que tiene el país. Menos parloteo y más silencio para oír a los que saben. A los que, con gran desprecio, ignoraron los señores que creían saberlo todo desde su apabullante soberbia. Es tiempo de escucharlos para fincar la transformación en suelo firme. Hay tiempo.