El Desarrollo Integral de la Primera Infancia (DIPI) es un derecho reconocido en multitud de declaraciones, pactos y convenciones internacionales desde al menos 1959, fecha de la Declaración Universal de los Derechos del Niño. Sin embargo, en nuestro país se comprendió muy lentamente que el cuidado y la activación en la primera infancia son una responsabilidad compartida entre la familia, la sociedad en general y las instancias oficiales.
Fue apenas en 2002 que, mediante una reforma constitucional a los Artículos 3º y 31, se marcó la obligatoriedad del nivel preescolar en nuestro país. En 2004 se formuló un ambicioso programa de educación preescolar (conocido por su siglas, PEP) que se generalizó en 2006. El PEP marcó un enfoque de “competencias” en seis campos formativos: Desarrollo personal y social; Lenguaje y comunicación; Pensamiento matemático; Exploración y conocimiento del mundo; Expresión y apreciación artística; Desarrollo físico y salud.
Siguió el programa de 2011, con los mismos seis campos, pero esta vez con “competencias y aprendizajes esperados”, además de estándares curriculares para Español, Matemáticas y Ciencias, con la idea de afianzar la articulación con la primaria. Este programa 2011 está vigente hasta la introducción del Modelo Educativo a partir de agosto de este año.
Llama la atención que, de todas las modalidades y niveles educativos, fueron precisamente inicial y preescolar los servicios menos favorecidos en presupuesto. Es terrible que los espacios que más claramente se alejan de una visión vertical, abstracta y sólo cognitiva del aprendizaje, tanto en sus documentos de base como en sus materiales, todo a favor de un abordaje más intuitivo y de convivencia sean justamente las escuelas e instancias más precarias de todo el sistema escolar.
La contradicción en esta etapa es doble: primero, el momento de vida más propicio para aprender ha tenido crónicamente la menor atención y la oferta de servicios más dispareja; en segundo lugar, aún cuando estos niveles tuvieron el planteamiento teórico más avanzado en términos de didáctica y de objetivos a alcanzar, contaron –sin embargo- con la formación de agentes (directivos y docentes de preescolar, promotores comunitarios, cuidadores en estancias, guardarías y centros de desarrollo infantil) más dispersa e improvisada, comparativamente a la primaria, secundaria o niveles posteriores.
El DIPI aún no es prioritario en México; no lo es por el bajo presupuesto asignado, por la débil consistencia en las decisiones de la autoridad, y por la tímida y aún desorganizada demanda de los ciudadanos. Si bien el entramado del discurso de los programas es alentador, la realidad cotidiana desmiente muchos de los propósitos.
Las estrategias y prácticas para el DIPI en nuestra nación son todavía insuficientes, dispersas e inequitativas, pero existen algunas valiosas excepciones, que se guían por una visión de integralidad de factores, cuentan con más información sólida y muestran una confluencia de la participación de las familias y la sociedad civil.
Los retos para la siguiente etapa son claros. Favorecer el continuo entre educación inicial y educación preescolar, correspondiente a la etapa de 0 a 3 años de edad, la primera; y la segunda obligatoria de 3 a 5 años, para iniciar la primaria a los 6 años cumplidos. La integración de enfoques, para que la crianza en las familias y los diversos servicios a cargo del Estado se complementen entre sí. El aseguramiento de la cobertura universal con servicios diversificados. Sacar de la sombra el perfil de los agentes, darles relevancia social y comunitaria, y ofrecerles una formación dedicada y sólida.
Estos retos pueden tener una mayor esperanza de abordarse y enfrentarse con provecho, en la medida en que se supere la “invisibilidad” de niñas y niños pequeños. Eso significa la existencia de datos disponibles para la toma de decisiones de las autoridades, así como la demanda informada de familias y los ciudadanos, el monitoreo científico del desarrollo de cada niña y niño, y la rendición de cuentas a la sociedad.
Es una oportunidad de oro. El nuevo gobierno de la República no podrá cumplir su promesa de equidad y justicia si no comienza por la etapa en la que las desigualdades se combaten no con subsidios sino con experiencias de empoderamiento, de autoestima y de impulso al potencial de cada mexicano y mexicana.