¿Cómo, clases en domingo? Sí. El país será una escuela enorme desde temprano. Millones de compatriotas abrirán, recién amanecido el mes de julio, millares de espacios: pondrán mesas y otros enseres para que nosotros, acompañados de los nuestros, o a solas, asistamos al mismo tiempo a recibir una lección y contribuir con ella. Es día hábil para ejercer nuestro derecho a votar, lo cual combina, entretejidas, la enseñanza y el recreo; la seriedad y la alegría; la decisión personal y la incertidumbre por el sentido mayoritario de las opciones del conjunto.
Hubo tiempos en nuestra tierra en que el día de las elecciones era una farsa: el presidente había sido nombrado meses antes, ungido por la voluntad de unos cuantos. No había conteo rápido ni resultados preliminares: contar y cantar el triunfo era más veloz que cualquier rapidez posible, y lo preliminar era certeza antigua. Los que estudian el proceso educativo han propuesto que hay dos currículos. Uno, expresado en planes, programas de estudio y libros de texto; otro, no explícito —por eso se le domina currículo oculto— que forma, conforma o deforma nuestro aprendizaje como resultado de la manera en que nos relacionamos en la escuela: más allá del contenido, es decir, de los quebrados, la ortografía o las capitales del mundo, el modo en que nos tratamos entre nosotros, los maestros, el estilo de vínculos en los pasillos y el patio que generan los alumnos, y la calidad de la relación de quienes enseñan con los que aprenden es, en términos de su significado en la construcción de ciudadanos, más importante que recordar el número de una ley.
Y brincando los linderos de las escuelas, la vida misma, con toda su complejidad, educa, instruye, forma. No sé cuál será el nombre adecuado a lo que ocurre en ese espacio del aprendizaje que ocurre en las banquetas, el microbús, la vereda o el jardín central de nuestra ciudad y tantos otros lugares, incluyendo, por ejemplo, las familias, iglesias, campos de futbol, billares, cantinas y puestos de tacos. Quizá sea posible denominarlo currículo social, también en parte declarado en normas, pero sobre todo vivido cada día.
Cuando hay elecciones, y son reales, no pura pantomima como antaño; en cuanto votar es ser tomado en cuenta y elegir pasa por hacer las cuentas sin saber, de antemano, el resultado, ocurre un proceso de aprendizaje inmenso y hondo: llevar de la mano al hijo o la nieta, hacer la en orden y esperar el turno, saludar a los que contribuyen a que la elección sea posible, salir orgulloso con el dedo manchado, emplear la credencial del IFE o el INE no para cambiar un cheque o entrar al antro, sino para expresar, con libertad, a quién queremos que gobierne, es una lección que recibimos y nos damos. Es, a juicio de los expertos, la oportunidad de aprender más relevante en lo que toca a vivir en una sociedad diversa. Por eso, en cada caso en el que suceden las cosas con limpieza y sin tropiezos, hay un ladrillo más en la pared de la casa común.
Y cuando el afán de poder, el miedo a perderlo o a que otro lo obtenga conducen a la trampa y el delito, hay también aprendizaje: gana el cinismo, la ventaja de la tranza, el uso del dinero como anzuelo para truquear los resultados. Pedrada al vidrio. La clase de mañana importa, porque de ella se deriva un aspecto intangible pero muy potente: el compromiso con la democracia, la certidumbre de que la incertidumbre es mejor que la certeza del súbdito comprado, el respeto a lo que resulte mayoría, aunque sea contrario a mis ideas el desenlace.
No es poca cosa lo que se juega. No es leve el daño que hacen los bandidos. No hay que faltar. Hay que estar unidos en el acto de votar y que cada quién lo haga por quien le parezca adecuado. Nos toca cuidar el proceso, impedir el fraude y aceptar los resultados. No más.