En un mundo que se mueve a velocidades vertiginosas, con frecuencia surge la pregunta sobre qué tipo de contenidos debieran incluirse en la currícula escolar. Si todo cambia, si el conocimiento que hoy es actual y vigente deja de serlo en un abrir y cerrar de ojos, ¿qué es lo que conviene ofrecerles a los alumnos para formarlos a fin de que sean dueños de sus vidas en un mundo imprevisible?
Leí alguna vez (ya no recuerdo dónde) que para enseñar a leer y, sobre todo, a pensar no hacía falta ningún texto en particular. Que para ello podía usarse un relato cualquiera, incluso una historieta, pues lo verdaderamente importante era ocuparse de tener excelentes maestros.
Un maestro o maestra extraordinarios pueden, en efecto, lograr casi cualquier cosa a partir de cualquier disparador o pretexto. Dado que los profesores extraordinarios suelen ser muy escasos, sin embargo, conviene diseñar planes de estudio, temarios y/o bibliografías requeridas que no dependan de su presencia.
Para hacerle frente a una realidad en la que la información disponible crece exponencialmente, en la que el conocimiento se vuelve obsoleto a gran velocidad, y en la que la posibilidad de acabar encuadrado en una particularísima burbuja de gustos y disgustos idiosincráticos es altísima, ¿qué hacer para dotar a los estudiantes de asideros firmes, referentes compartidos y buenos puntos de partida para desarrollar la capacidad para pensar por sí mismos?
Pocos candidatos a lograr esas tres cosas simultáneamente que los clásicos.
¿Dónde mejor que en Antígona, por ejemplo, para encontrar la ocasión para reflexionar sobre la tensión entre la lealtad a la familia y la lealtad a la comunidad política a la que uno pertenece? ¿O Macbeth, para acercarse a la culpa o a las fisuras internas que suelen acompañar el disfrute y ejercicio del poder? ¿O la Visión de los vencidos, para experimentar las emociones desgarradoras que integran algunos de los acordes de fondo de eso a lo que llamamos ser mexicano?
Los “clásicos” (conjunto, desde luego, a ser discutido y acordado) nos ofrecen hoy, quizá más que nunca, un recurso sin parangón. Una plataforma, como bien apunta Mary Beard en Confronting the Classics, para conectarnos entre nosotros y para tender puentes, a través del tiempo, con otros involucrados en una misma conversación. Una misma conversación interminable en torno a temas clave y preguntas fuertes, cuya actualidad persistente tiene que ver con que abren interrogantes fundamentales sobre la condición humana, cuyas respuestas “correctas” son infinitas. Una misma conversación organizada sobre la base de modos de argumentar comprensibles más allá de circunstancias espaciales y temporales particulares. Una misma conversación modelada y motorizada por historias que nos atrapan, por buena escritura, y por arquitecturas conceptuales resistentes al paso del tiempo.
No hace falta buscar mucho o mirar muy lejos para encontrar indicios abundantes sobre la vigencia de los clásicos y su estela a lo largo de los siglos en el mundo de hoy. Basta fijarse un poco y reparar en la estructura de las reglas básicas de la lógica o de la retórica que siguen imperando en nuestros intercambios verbales o en los textos que leemos todos los días. O abrir la edición de la revista The Economist del 9 de junio de este 2018 y leer en el magistral texto sobre el fútbol (A beautiful game) la historia de Zinedine Zidane golpeando en el pecho con la cabeza a su contrincante italiano en la final de la Copa del Mundo de Alemania 2006 y, como resultado de ello, siendo expulsado e impedido para tirar el penal que habría de definir al cuadro triunfador del torneo. Al respecto escribe el autor del texto sobre el soccer: “Esta implosión fue una tragedia en el sentido más puro. Una tragedia, escribió Aristóteles en el siglo cuarto antes de Cristo, describe la caída de un hombre grandioso, pero también marcado por el defecto, precipitada por la peripateía o giro circunstancial imprevisto, tal como el insulto propinado a Zidane por el jugador italiano, mismo que detona su furia y el golpe que le cuesta la victoria al equipo francés”.
¿Qué otra definición de un concepto como “tragedia” o qué otro texto escrito hace 25 siglos podría tener una vigencia de esta naturaleza? Claramente estamos frente a un conjunto de ideas y de palabras extraordinariamente poderoso. Un conjunto que logra resonar “fuera de contexto” y “fuera” de cualquier tiempo.
Importan los clásicos porque no se mueren nunca y porque nunca paran de interpelarnos y obligarnos a Pensar, así con P mayúscula. Por eso, habría que incluirlos –centralmente– en nuestros planes de estudio para formar nuevas generaciones de mexicanas y mexicanos capaces de pensar por sí mismos y, al mismo tiempo, capaces de participar activamente en las conversaciones más importantes de hoy y de siempre.