En los últimos años, dirigentes políticos, empresarios, sindicatos, organizaciones de la sociedad civil, periodistas y académicos, no se diga los maestros, discuten a granel acerca de la Reforma Educativa, le ven los pros y los contras, la exaltan o la vilipendian. Los docentes de base la incorporan en su experiencia vital, aunque no la hayan deseado ni esperaran que en el lapso de unos años les cayeran encima varias aristas del Estado evaluador.
Sin embargo, casi nadie discute sobre la permanencia de las estructuras profundas del sistema educativo. Pienso que, en un balance entre continuidad y reforma, estabilidad y cambio, la permanencia tiene más activos. La escuela es una institución que obedece a tendencias “pesadas”, es decir, que no se pueden mover con facilidad, aunque la necesidad de mudanza sea imperiosa. La cultura persiste.
Esta persistencia tiene razones de ser. Selecciono dos instancias polares. La primera, como repositorio de la historia. Como la necesidad de mantener el ritmo y proceso pausados de la sociedad. Jacques Delors, en su visita reciente a los cuatro pilares que definió en su célebre, La educación encierra un tesoro, reclama: “Las escuelas ponen fundamentalmente la memoria en la continuidad —no hay ningún futuro si se carece de memoria— y, por ello, intentan oponerse al ritmo veloz de la vida moderna y al dominio ejercido por el presente que nos impide dar un paso atrás, ejercer nuestro juicio y pensar acerca del devenir”.
La visión opuesta es la oposición a cualquier transformación en aras de mantener el orden establecido. Las estructuras profundas del sistema —normas, rutinas, procedimientos rígidos— y la persistencia cultural de los maestros son obstáculos formidables, tal vez más que la oposición activa de maestros disidentes. Torsten Husén razonó que las costumbres y tradiciones burocráticas son la cobertura de cemento que inhibe el espíritu innovador.
Al igual que en otras reformas educativas que navegan en la globalización, la mexicana contiene propósitos edificantes. Por ejemplo, elevar la calidad de la educación, hacer el sistema educativo más equitativo, mejorar la administración del sistema —la escuela al centro—, promover una ciudadanía activa y capacitar a los estudiantes para la vida y el trabajo.
En contraste con otras, la Reforma Educativa de México embate contra una tradición corporativa que hizo vida en el sistema escolar. Atención, el gobierno de Peña Nieto no pretende —y sospecho que ni siquiera era un designio implícito— acabar con el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, pero sí restarle grados de autonomía relativa y alterar la correlación de fuerzas para que los órganos del Estado recuperaran la rectoría de la educación. Lo que sí logró —y que hoy está en disputa— fue reducir el poder que los líderes tenían sobre cada uno de los maestros. Ya no controla la trayectoria profesional de los agremiados. También les restó privilegios, les retiró comisionados, finiquitó, si no a todos, sí a la mayoría de los aviadores y disciplinó a la facción mayoritaria a las consignas gubernamentales. La resistencia de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación acaso represente la persistencia de rémoras —disfrazadas de demandas democráticas— para mantener el estatus existente.
Los instrumentos que utilizó el gobierno, como la enmienda a la Constitución, las leyes del Servicio Profesional Docente y del INEE, el Modelo Educativo para la Educación Obligatoria y otros documentos programáticos indican que se proponía un cambio a fondo. Pero la estructura profunda persiste. No obstante, escasean elementos para juzgar que la reforma sea un fracaso total o un éxito absoluto.
Cierto, el sexenio se agota y el gobierno no alcanza a consolidar lo hecho. La reforma está bajo sitio por maestros disidentes y por Morena, mientras los candidatos de los otros partidos sólo expresan vaguedades; da la impresión de que temen defender los logros y comprometerse a dar continuidad a la Reforma Educativa. Parece que aceptan con resignación que el tipo de persistencia cultural es muy fuerte y más vale no desafiarlo. Tampoco ven el lado bueno de mantener la memoria para ejercer un juicio sereno y pensar acerca del futuro, como apunta Delors. ¡Puras evasivas!
Lo razonable, pienso, es encontrar —a partir de lo alcanzado— un equilibrio entre memoria y mudanza. Mantener lo meritorio de la escuela actual y reformar lo nocivo.