El estado calamitoso de la educación nacional, si de discutir los grandes problemas se tratara, debería estar en el centro del debate electoral. En un país escindido por la desigualdad y la pobreza, pocos asuntos de política pública deberían ocupar mayor atención de los candidatos, pues la falta de un sistema educativo eficiente es una de las principales razones que impiden un mejor desempeño de la economía mexicana en el mercado global. Sin una población educada, con las capacidades suficientes para aprovechar las ventajas del cambio tecnológico, México no tendrá otra ventaja comparativa que vender muertos de hambre a bajo precio. Sin embargo, el tema educativo solo ha aparecido de manera negativa en la campaña, en boca del único candidato que ha colocado asuntos en la discusión.
Uno de los grandes problemas de la educación en México es que la catástrofe afecta incluso a las elites. No es necesario revisar los resultados de la prueba PISA –donde el diez por ciento más rico de la población mexicana obtiene resultados por debajo del promedio de la OCDE– para constatarlo. Baste oír a los candidatos, incapaces de expresarse con la corrección esperable de egresados universitarios. Ni el que ostenta su doctorado en Yale sabe conjugar bien; tampoco el joven entusiasta que presume de buen polemista; no se diga el egresado de la secundaria de Macuspana, que confunde el verbo infligir con infringir, para solo citar su perla más reciente. Bien dice Rafael Pérez Gay que si leyeran literatura los candidatos podrían ser mejores políticos, pero con solo oírlos hablar es evidente su falta de letras. Son fiel reflejo del desastre en el que el régimen del PRI dejó al sistema educativo nacional y a todo sistema de incentivos de un país donde es más redituable tener conocidos que conocimientos.
Hace seis años, cuando comenzaba la anterior campaña presidencial, el tema del sistema educativo sí estaba en el centro de la discusión nacional, gracias a la persistencia de diversas organizaciones civiles que se habían empeñado en exhibir la complicidad del gobierno de Felipe Calderón con una auténtica mafia de poder: el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, organización corporativa esencial en el arreglo de la época clásica de PRI, a la que el antiguo régimen le había otorgado la gestión del sistema educativo a cambio de su control sobre las demandas de los maestros. En aquellos tiempos, Elba Esther Gordillo, cacique sindical, era uno de los personajes públicos con mayor rechazo social y ello contribuyó a colocar a la educación quebrada en el centro de la agenda electoral.
Seis años después, con una importante reforma constitucional y un nuevo marco legal en medio, la educación sigue dando los mismos malos resultados de siempre. Bien haríamos en debatir lo hecho para bien y para mal en este gobierno, durante el cual, además, se propuso un nuevo modelo educativo. Tema para la polémica sí que hay; sin embargo, lo único relevante que se ha puesto sobre la mesa es la proclama de López Obrador de que si gana va a echar para atrás “la mal llamada reforma educativa”.
¿Qué es lo que quiere decir el candidato de MORENA, el PES y el PT con esta proclama? ¿Pretende por decreto violar la Constitución y anular el concurso de ingreso y los concursos de oposición para ocupar plazas de dirección y supervisión en el sistema educativo nacional? ¿Echar atrás quiere decir el regreso a la compra–venta de plazas y a la promoción basada en méritos sindicales y políticos? Supongo, ya que afirma que ha sido una reforma diseñada para humillar a los maestros, que sobre todo se refiere a la evaluación del desempeño, el tema más rechazado por sus viejos aliados de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación –gemela deforme del SNTE, con sus mismos genes corporativos, pero con memes adquiridos en su formación en el más tóxico de los radicalismos pretendidamente insurreccionales–.
La nostalgia de López Obrador por el arreglo corporativo y clientelar de los viejos buenos tiempos del PRI monopólico y omnímodo lo ha llevado a aliarse también con los restos del grupo de Elba Esther Gordillo. ¿Qué pretende concederles a los parientes y validos de la ex líder a cambio de su apoyo? ¿El regreso por sus fueros al control del jugoso presupuesto educativo del que medró la maestra y su grupo? El pacto tiene signos ominosos.
Lo más grave, empero, no es que AMLO proponga en materia educativa una regresión en lugar de una revisión ponderada y crítica de los cambios acordados con amplio consenso al principio del gobierno al que aspira a sustituir. Lo terrible es que ni el candidato del PRI, ni el de la coalición, ambos apoyados por partidos que impulsaron la reforma de hace un lustro, hayan salido a decir algo sobre el tema.
Sin duda, mucho hay que revisar del sistema de profesionalización puesto en marcha en sustitución del arreglo corporativo y hay, como se dice ahora, enormes oportunidades de mejora, pero el sentido esencial del nuevo sistema, la profesionalización basada en el mérito académico y no en el intercambio clientelista debería ser reivindicada como la base para construir un sistema educativo medianamente eficaz. Tanto Meade como Anaya están renunciado a debatir con argumentos con el obcecado López Obrador. Claro que el candidato del PRI carga con el lastre de su coordinador de campaña, torpe operador del cambio educativo, blanco fácil de los dardos envenenados del rival más fuerte.
Mientras tanto, en lo que queda del gobierno de Peña Nieto se siguen produciendo joyas en materia de política educativa. Hace apenas una semana, el nuevo secretario de Educación, viejo lobo en las lides burocráticas, Otto Granados, nos salió con la lindeza de que iba a echar a andar “una estrategia muy rápida, muy focalizada y muy efectiva de preparación para la próxima presentación de la prueba PISA”, a llevarse a cabo en los primeros días de abril. Según el secretario, en la más rancia tradición mexicana de la simulación, basta con algunos trucos para aparentar mejoras en los resultados de la prueba internacional y con ello pretender que se han logrado avances. Lástima que PISA sea una prueba de competencias que refleja parte del desempeño de un sistema educativo a través del tiempo y que no sea como la antigua prueba ENLACE, donde bastaba entrenar a los alumnos como loros para obtener buenos resultados.
Publicado originalmente en Sin Embargo