En conversaciones con maestros de primaria y, en menor medida, de secundaria, encuentro que son ambivalentes respecto de que sus alumnos utilicen sus celulares en el salón de clases. Mi juicio sobre este punto se basa en esas charlas, no en investigación sistemática. No es un campo de mi agenda, pero un artículo enThe Guardian(11-12-2017) me motivó a exponer la perplejidad de los docentes mexicanos.
El periódico británico publicó un reportaje donde da nota de que el gobierno de Emmanuel Macron pondrá en práctica un nuevo reglamento que prohibirá —a partir de septiembre de 2018— que los estudiantes de primaria y secundaria básica utilicen sus celulares en las escuelas. Podrán llevarlos con ellos, pero mantenerlos inactivos. El reportaje asienta que fue una de las ofertas de su campaña electoral. También documenta las dudas de funcionarios de que pueda ponerse en práctica y la vacilación de directores de escuela, docentes y padres de familia.
Extraño que el periódico, famoso por lo equilibrado de sus juicios, no haya interrogado a docentes y paterfamilias que pudieran estar de acuerdo con la prohibición. Tampoco explica cuáles son las razones por las que el gobierno francés se embarcará en un asunto controvertido. Para los maestros mexicanos con quienes he tocado el asunto el altercado es obvio.
Unos piensan que el celular y ciertas aplicaciones pueden ser herramientas de auxilio para su labor de enseñar; le ven ventajas por la rapidez con que los niños y adolescentes hacen operaciones sencillas de aritmética y se comunican entre ellos. También piensan que es provechoso tener a su grupo en una red de WhatsApp y por allí encargar tareas y fomentar el trabajo en equipo. Quienes opinan así son jóvenes, digamos menores de 40 años.
En el otro lado, hay docentes que observan muchos riesgos en el uso de celulares en las aulas: se relaja la disciplina, los niños no prestan atención a las lecciones, se distraen con mensajes y por ello no aprenden lo fundamental de matemáticas y español. Hoy, se quejan, los maestros tienen pocas posibilidades de inhibir a los alumnos para que dejen de emplear sus aparatos. Si les piden que los apaguen no faltará la mamá o el papá que se queje en la dirección. Algunas maestras que han tratado de limitar el uso de los teléfonos sienten que ciertos padres de familia las hostigan.
Entre estas dos posturas, hay maestros que le encuentran utilidad y, al mismo tiempo, desventajas al uso de los celulares. No tienen una postura definitiva a favor o en contra, pero sí los perciben como invasores de su tarea. Piensan que debe haber reglamentos que normen cuándo sí y cuándo no puedan utilizarse. Otros creen que lo mejor es que las escuelas pongan bloqueadoras de señal que activen en las horas de clase. Éstos son más ambivalentes.
Tengo la presunción —y la comparto en charlas y conferencias— de que, debido a la tecnología, no nada más a los celulares, sino desde que se permitió el uso de calculadoras y bajó el ritmo de encargar tareas, los alumnos dejaron de practicar operaciones aritméticas y de aprender lo esencial. Lo observo hasta con estudiantes de posgrado que tienen dificultad para dividir o multiplicar cantidades simples sin el auxilio de una máquina. Es más fácil, cierto, pero perdemos capacidad de razonamiento lógico.
Peor aún —y esto si debido más al celular— también deterioramos la habilidad de anotar. Los niños que nacieron en este siglo cada vez escriben menos a mano, las escuelas abandonaron la caligrafía.
No tan radical como en Francia, pero pienso que debemos prohibir el uso de auxiliares electrónicos en los primeros cuatro años de primaria: es imprescindible para suscitar pensamiento abstracto y salvaguardar la habilidad manuscrita.