La semana pasada exploré cómo instrumentos conceptuales de la teoría de la cultura mundial podrían explicar la Reforma Educativa del gobierno de Peña Nieto. Otros autores critican esa propensión analítica porque supone que los cambios en los sistemas escolares que empuja la globalización neoliberal son legítimos
Académicos radicales tienden a ver el mundo en conflicto constante entre las fuerzas mundiales y los pueblos de la tierra. Insinúan que la globalización y el neoliberalismo constituyen la etapa superior del imperialismo. En sus análisis se escuchan resonancias del imperialismo cultural. Según Martin Carnoy, las potencias europeas exportaron sus sistemas escolares a sus colonias; los constituían a imagen y semejanza de los sistemas metropolitanos para entrenar a una élite y ponerla a su servicio (Cf. La educación como imperialismo cultural, México, Siglo XXI, 1977). En la visión del neoimperialismo cultural ya no son las potencias las que sojuzgan a otros países, el neoliberalismo tiene otros instrumentos.
Las reformas educativas, en esas reflexiones, son producto del orden global que capitanean las organizaciones intergubernamentales, aunque haya diferencias de grado en sus apuestas entre, por ejemplo, la Unesco, el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. De acuerdo con esta postura, un sistema mundial absorbente secuestró la soberanía de las naciones, en especial las del mundo menos desarrollado. Los paladines del radicalismo perciben que los sistemas escolares mantienen ciertas características nacionales, pero se debe a tradiciones de resistencia y orgullo por su patrimonio cultural.
A quienes perciben el mundo desde esa perspectiva, no les costaría mucho trabajo encontrar pruebas de que el gobierno de México se comporta dócil ante las consignas de organismos intergubernamentales. Acaso argüirían que las reformas educativas de las últimas décadas responden a imperativos de la globalización neoliberal.
Es palpable la influencia de los acuerdos de Jomtien en el Programa de modernización educativa de 1989-1994. El gobierno de Carlos Salinas, expondrían, adoptó sin crítica los postulados de la Educación para Todos que pregonaba la Unesco, lo cual potenciaba ciertas propuestas de equidad. Sin embargo, se mostró más favorable a los afanes del Banco Mundial por la descentralización educativa.
No obstante que la crítica a la globalización y las reformas neoliberales emergen desde perspectivas distintas, los numerosos autores que enjuician la política del Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio y otras organizaciones intergubernamentales destacan tres aspectos fundamentales de su hacer: imposición, ajuste financiero y privatización. Estos autores también critican la ideología que subyace en las propuestas de reforma internacional que promueven esas organizaciones.
La subordinación del gobierno mexicano ante la OCDE, señalan los abanderados nacionales de la tendencia que ven a la Reforma Educativa con los ojos de la perspectiva del neoimperialismo cultural, queda demostrada con el acuerdo que aquél firmó con la organización en 2009. Pero es más patente al observar cómo el gobierno de Peña Nieto adoptó, sin recato, las directrices de ese organismo y de sus aliados nacionales, como Mexicanos Primero. El fin último, apuntan, es privatizar la educación pública.
Consideran que no fue accidente ni mero afán de legitimación poner como primer objetivo de la reforma elevar la calidad de la educación para equiparar a México con otras naciones utilizando el modelo PISA. En el fondo, argumentan, se trata de alinear al país con estándares internacionales que la OCDE identifica como las mejores prácticas.
La OCDE —como antes el Banco Mundial y la Unesco— inspiró, si no es que diseñó, las principales aristas de la reforma. Por lo tanto, carece de legitimidad cultural por no tomar en cuenta las características del sistema escolar nacional ni las tradiciones del normalismo y los maestros mexicanos. Ven a la CNTE y a los opositores a la Reforma Educativa como los defensores de la tradición y cultura nacionales.
Quienes se adhieren a este modelo analítico, aunque reconocen su poder, no les conceden personalidad política a los gobernantes nacionales, los conciben como ejecutores de designios impuestos por el orden neoliberal. No estudian la dialéctica entre lo nacional y lo global. El próximo miércoles expondré esa perspectiva.