No hace mucho,Jacques Delorsnos recordó que las escuelas son reservorios de la memoria histórica y que no debemos forzarlas que cambien tan rápido ante las mudanzas en la economía y la sociedad. Expone: “Las escuelas ponen fundamentalmente la memoria en la continuidad —no hay ningún futuro si se carece de memoria— y, por ello, intentan oponerse al ritmo veloz de la vida moderna y al dominio ejercido por el presente que nos impide dar un paso atrás, ejercer nuestro juicio y pensar acerca del devenir” (Cf. La educación encierra un tesoro: aprender a saber, aprender a hacer, aprender a vivir con los demás, a prender a ser. ¿Qué valor posee ese tesoro 15 años después de su publicación?Reformas y Políticas Educativas, No. 2: 9).
En varios de mis trabajos he criticado la pedagogía memorista porque se basa en la repetición de conceptos, la retención de datos y la asimilación de nociones sin comprender su significado. Considero que ese enfoque es uno de los responsables del rezago que tenemos en los aprendizajes de los alumnos. Se opone al pensamiento crítico, al juicio independiente y al razonamiento perplejo. Ofrece algoritmos por respuestas, se basa en aseveraciones, no en dudas.
Sin embargo, eso no implica que debemos abandonar la memoria. No sólo en el sentido histórico al que hace referencia Delors, sino al cotidiano de ejercer y practicar la memoria para aprender.
En charlas que mantengo con colegas y docentes frente a grupo, discuto mis sospechas de que nos fuimos al extremo. Incluso, que hicimos fetiches de las tecnologías de la información y la comunicación y aplicaciones modernas. Al mismo tiempo que desde la reforma curricular de los 90, la Secretaría de Educación Pública insiste en que hay que reforzar el aprendizaje del español y las matemáticas. Y es razonable, si los niños no aprenden el lenguaje y régimen de la lógica formal, será difícil que aprendan a aprender lo demás.
A mis corresponsales y a mí nos parece evidente que estamos en camino de perder el lenguaje manuscrito: la caligrafía parece una rémora y la ortografía un asunto archivado. Llenar planas con ejercicios caligráficos no es grato a los niños y muchos docentes se resisten a encargar tareas con ejercicios de ortografía o dictados. Calificarlos implica usar tiempo fuera de la clase o canjearlo por otro que se dedica a la lectura, la planeación o a preparar al grupo para algún examen o alistarse ellos mismos para alguna de las evaluaciones a las que tienen que sujetarse.
En la cuestión de la enseñanza de las matemáticas, pasamos de una punta a otra. De ejercicios reiterativos para aprender a sumar, restar, dividir o multiplicar pasamos a depender —y hacer que nuestros alumnos también lo hagan— de la calculadora. Hoy de otras aplicaciones más sofisticadas, quienes tienen acceso a ellas.
El problema: sin los aprendizajes básicos de la aritmética, es imposible consolidar el razonamiento matemático. Y para aprender las bases no hay otra manera —al menos hasta la fecha— tan efectiva como hacer ejercicios, practicar y volver a practicar, resolver problemas de diferente complejidad y plantearse otros. En eso consiste el éxito de Kumon, el juku japonés que ya está en todo el mundo. Encargar y calificar tareas cada día. Ese tipo de actividades —pienso— son parte de esa memoria que no debemos dejar ir.
Hoy, los usos de las TIC son indispensables, nos dicen. Puede ser así, pero no debe ser a costa de sacrificar el estudio sistemático para que los niños aprendan. Hoy saben manipular máquinas, pero su razonamiento —si hacemos caso a exámenes nacionales, como Planea, o internacionales, como PISA— deja mucho que desear.
Pienso que debemos vedar el uso de calculadoras en las aulas, al menos en las de primaria.