El Día del Maestro ofrece la oportunidad para reflexionar sobre las obligaciones de la sociedad hacia el magisterio y, como contraparte, sobre los deberes que los maestros tienen hacia la sociedad. La sociedad repara poco en los docentes y entre éstos subsiste un sentimiento de autodevaluación; los profesores se quejan de que la sociedad no valora suficientemente su trabajo, etc.
Este sentimiento existe desde hace mucho tiempo, pero cobró mayor fuerza a medida que el sistema educativo se expandía. En 1950 había 3 millones de alumnos en el sistema educativo, para 2000 eran 30 millones. El gremio de profesores pasó de 300 mil a 1 millón y medio de miembros.
La expansión trajo consigo masificación, pérdida de identidad, anonimato, opacidad y estandarización. En medio del gigantismo impersonal y burocrático, la figura del docente tendió a diluirse y este fenómeno cobró mayor dramatismo en un sistema educativo que, no obstante el acuerdo de 1992, siguió siendo altamente centralizado.
No es sino recientemente que se ha lanzado la política de colocar “la escuela al centro”, política que a la larga (de consumarse efectivamente) significará una reorganización radical en la operación del sistema educativo y permitirá que el maestro recobre parte del protagonismo que la masificación hizo desaparecer.
El reconocimiento social se relaciona con dos dimensiones: la identidad y el poder. ¿Qué es el profesor? ¿Es un trabajador o es un profesional? Si se piensa que es un simple trabajador, un obrero, sus intereses quedan encapsulados en el salario y en otros elementos materiales.
Por el contrario, si se cree que el docente es un profesional, el salario y los elementos materiales no pierden su importancia, pero en este caso lo principal —para conquistar reconocimiento social— se asocia al poder sobre su materia de trabajo. Los profesores, en tanto profesionales, aspiran a tener mayor capacidad de decisión sobre sus áreas de trabajo: calendarios, planes de estudio, libros de texto, etc. (aunque este orden de cosas comienza a modificarse de forma significativa).
En una encuesta de 1998, la revista Educación 2001, los profesores tuvieron que responder a esta pregunta: “¿Qué es para usted lo más importante para mejorar la calidad de la educación en México: que los maestros tengan mejores salarios o que los maestros intervengan y decidan sobre planes y programas de estudio?
Un contundente 71 por ciento eligió la segunda opción. Esta respuesta era (y es) reflejo de la verdadera identidad del magisterio. Los profesores no se ven a sí mismos como trabajadores o miembros de la clase obrera, ellos se consideran intelectuales o profesionales y quieren ser valorados como tales.
Y ese juicio es correcto. La cultura nacional entera tiene su fundamento principal en la labor intelectual, cultural, que realizan en miles y miles de escuelas los profesores. La escuela es una fábrica de significados. El trabajo docente es el cimiento cultural de la nación y es factor clave para una convivencia civilizada.
Reconocer lo anterior permite hacer una doble consideración: a los ciudadanos, nos permite apreciar el compromiso que la sociedad debe tener hacia sus maestros y, a los maestros mismos, les permite dimensionar la responsabilidad social que su profesión tiene con la comunidad nacional.
Que ambas partes reconozcan lo que corresponde a cada una es esencial, sobre todo en un momento de cambios educativos estratégicos —como los que hoy se procesan— que han sido motivo de inquietud, dudas e incertidumbre. En este momento vale la pena recordar que, por encima de cualquier interés corporativo, debe prevalecer el interés superior de la nación.
*Ex líder del 68, ex subsecretario de la SEP, maestro en ciencias y sociólogo de la educación